Columnista:
Santiago Ocampo Naranjo
Inconcebible es que, en el país del Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen de Chiquinquirá, el Sagrado Niño de Atocha y en el que solo habita gente de bien y de buenos valores, haya discriminación, clasismo y se roben la plata de los recursos públicos para luego, con nombres técnicos, echarle la culpa a otros.
La pandemia en Colombia ha estado marcada por la denuncia del control mental de las antenas 5G, por el reality show de Duque, por la vacuna de Bill Gates que también va a controlar la mente, por la inyección de desinfectante que propuso Trump y por, sabrá Dios, otras tantas ideas y conspiraciones creadas por mentes con la capacidad mental de María Fernanda Cabal y Ernesto Macías.
Pero no todo es broma, la emergencia en Colombia ha despertado esa otra pandemia, esa que nos negamos a aceptar y que, por la naturaleza de esta magna república, ignoramos con gran sutiliza y marcado individualismo. Me refiero a la discriminación, esa que sufren indígenas, negros, flacos y gordos. La misma que sufre el pobre o la señora que vigila el conjunto residencial; la del campesino, el niño de escuela estatal o el joven de universidad pública. Hablo de esa discriminación que hoy por hoy acoge, también, al personal de la salud. Sí, a esos que salvan vidas, que ponen el pecho a la emergencia y han sido los que, de verdad, han manejado la pandemia arriesgando hasta su vida por no contar con los insumos necesarios para protegerse.
Con la llegada de la COVID-19 vinieron las denuncias por discriminación, ataques y hasta amenazas de muerte a médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, camilleros, administrativos de clínicas y hospitales, y demás personal adscrito al gremio de la salud. La pandemia ha sacado lo bueno de muchos, pero también lo malo de cientos de individuos que en medio de la ignorancia y de esa violencia arraigada, han visto en todas las personas de dicho gremio un saco de boxeo para desahogar penas, miedos y desconocimiento.
Las denuncias van desde la Guajira hasta el Amazonas, algunas son conocidas y encuentran el foco de la opinión pública, otras, son simplemente ignoradas o desconocidas, estas últimas comunes en las regiones más apartadas del país, las mismas que han sufrido de esto toda la vida, esas que son ricas, pero que no son visibles desde el escritorio de la Presidencia de la República; las mismas que existen solo en temporada de elecciones y a las que llega primero la guerra o el Ejército que la salud y los recursos para un buen hospital.
No es de extrañar que esto suceda, lo que ha hecho la pandemia es, justamente, enseñarnos lo mal que está el sistema de salud en Colombia, y que, una de las grandes banderas del ‘Matarife’, la Ley 100, no funciona, pues, da cobertura en salud a un país en el que hay gran cantidad de pueblos sin hospitales, médicos o servicios públicos básicos para que, cuando menos, funcione un respirador artificial. Así las cosas, no hay cobertura de calidad, sino de cantidad.
Tampoco es raro que en Colombia discriminen al personal de la salud, si algo dejó la época del narcotráfico y el paramilitarismo, es que en este país todo lo quieren arreglar con sufragios, amenazas y violencia. Esa es la naturaleza de muchos colombianos, los mismos que, como lo he dicho en otras columnas, son fieles defensores del “plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”.
La situación del gremio de la salud es grave, la voluntad gubernamental para cumplir lo que se ha prometido desde hace años y ahora en tiempos de pandemia, no existe; todo se queda en promesas y en letra muerta. Incentivos, leyes, decretos y demás, se han quedado en el discurso, y el rodear al gremio son solo cortesías de un presidente y un ministro que ponen en peligro la vida de los galenos declarando que hay malos manejos y ocupaciones indebidas de las UCI mientras permiten que los profesionales de la salud sean acusados de robar, matar y hasta diagnosticar mal a los pacientes.
Pese a lo escabroso de la situación, no me extraña, si algo ha quedado más que claro a lo largo de este Gobierno —y de otros tantos— es que la vida y situación del banquero, del gran empresario, del amigo del presidente y de los HP (‘Honorables Parlamentarios’) pesa más que la vida y situación del campesino, del trabajador, del vendedor informal y hasta del personal de la salud.
Así las cosas, resalto el dato que me dio un dirigente gremial y médico obstetra en una entrevista, “el 40 % de los médicos del país quiere renunciar por la falta de respaldo del pueblo y del Gobierno”.
Aquí hay mucho berraquito para putear, para violentar, para rasgarse las vestiduras si hacen homenajes a la comunidad LGTBI+, para ofender y discriminar, para defender los asesinatos del ESMAD y para rodear los crímenes de los exmandatarios. Tanto berraquito incapaz y pusilánime para defender la salud, los derechos humanos, el trabajo digno, la vida y el medioambiente. Eso sí, estos incapaces son la “gente de bien”, la que no incomoda o, la que a veces, protesta con besos, tomando chocolate, caminando por el andén y, al mejor estilo de Fajardo, ni rajan ni prestan el hacha.
Mientras todo esto pasa, nos vamos acercando al pico de una pandemia, sin recursos, sin personal debidamente protegido y con el miedo, el desconocimiento y la violencia como “antídoto” para protegernos de un virus que, según muchos, no existe, lo transmiten los médicos y es culpa de una orden secreta mundial cuya misión es controlar la mente.
Compadezco al personal de la salud y lo abrazo y apoyo en esta lucha, que no es nueva, pero que ahora se le agrega el rogar a un Gobierno inepto y a una sociedad violenta, sosa y narcoculturizada, que no los sigan amenazando, que los defiendan, que los respeten y respalden en una situación de emergencia en la que son ellos los que tienen, por fortuna, el sartén por el mango para paliar esta situación y los únicos con la capacidad suficiente para salvarnos la vida, incluso a los miserables que discriminan.