Podríamos señalar, con alguna certeza, que el mundo deviene masculinizado. Esto es, liderado, construido y funcional para y por una idea universalizada de hombre, de macho. Y ese mundo, así construido y validado permitió y permite el sometimiento de las mujeres, de lo femenino, a esa noción primitiva y salvaje que orienta el comportamiento masculino de millones de hombres en el mundo, en la vida privada y pública (política). De especial consideración resultan las circunstancias en las que lo masculino y la idea de Macho se consolidan en países profundamente patriarcales y machistas como Colombia.
Justamente, para el caso colombiano tenemos cientos de miles de ejemplos de ese mundo masculinizado, que encuentra en el lenguaje la mejor arma y estrategia para legitimarse e imponerse. Los encontramos en el deporte, en especial en el fútbol. Y en la política, a través de la guerra y del restringido sistema de representación política de Colombia.
Con el lenguaje nos dicen que los “machos no lloran”, o nos regañan cuando nos conminan a “portarnos como machos, como mombres”. Los guerreros nos gritan que el servicio militar “nos convierte en hombres, en machos”. Y así, muchas expresiones sirven a esa “exigencia” de ese mundo masculinizado que pide más y más machos. Y finalmente, a la guerra van “valientes hombres”, verdaderos “héroes” y machos cabríos capaces de cometer crímenes atroces, muchas veces amparados exclusivamente en demostraciones de hombría y de fuerza masculina, lejos de cualquier “justa causa” para hacer la guerra.
Las mujeres, sometidas históricamente por ese mundo masculino y masculinizado, entregan hijos e hijas[1] para la guerra. Los primeros, como guerreros y las segundas, convertidas en meros instrumentos sexuales para saciar apetitos o para usar sus cuerpos para vengarse de los enemigos. Se trata de bestias armadas que disponen a discreción de las mujeres.
Esta reflexión es una invitación para que las mujeres se asuman con mayor rigor, conciencia y fortaleza como sujetos políticos capaces de advertir las circunstancias en las que opera este mundo, y en particular en un país como Colombia, con el claro propósito de no parir más hijos para la guerra.
Y el mensaje y la consigna no llegan tarde a pesar de la creciente esperanza de que Colombia logre poner fin al conflicto armado con las guerrillas. Por el contrario, deben de servir para que los hombres públicos y las mujeres que llegan dada vez a cargos de representación popular y de poder, entiendan que no tiene sentido dar vida a hijos e hijas si no se ofrecen y se aseguran las más mínimas condiciones de civilidad para el desarrollo humano. Y aunque siempre habrá riesgos de vivir juntos, la guerra como máxima expresión de la estupidez humana la proscribirán las mujeres cuando todas decidan, al unísono, no vamos a parir más hijos para la guerra.
Y como el ser humano crea las categorías y los discursos con los cuales las guerras se hacen “justas”, lo mejor que podemos esperar es que las mujeres vayan, poco a poco, erosionando ese mundo masculinizado hasta lograr uno en el que la Vida sea respetada y cuidada, tal y como lo vienen haciendo de tiempo atrás nuestras dadoras de vida.
No se trata de “invertir” las circunstancias y disponer de un mundo feminizado que someta a los hombres y a lo masculino. No. La apuesta debe ser por crear un mejor mundo en el que mujeres y hombres se respeten mutuamente.
Sé que es mucho pedir, porque de la perversa condición humana podemos esperar lo más sublime, noble, glorioso y hermoso, pero también lo más bajo, mezquino, sórdido y miserable.
[1] Las mujeres colombianas que hacen parte de guerrillas y fuerzas militares no solo están sometidas a las lógicas y al discurso de los Machos (Comandantes), sino que coadyuvan en gran medida a que ese mundo masculinizado se reproduzca y consolide como natural y se haga perenne.