Columnista:
Julio César Orozco Ospina
Cuando apenas llevábamos dos semanas de la pandemia, de este confinamiento que trasladó buena parte de la existencia a la virtualidad, incluido el ejercicio de la enseñanza, la totalidad de mis estudiantes alzaron la mano o tiraron la toalla: se sentían (se sienten) agotados, perdidos, confundidos y enfermos. Me pedían —al menos esa parte de ellos que cuenta con un equipo de cómputo, conexión a la Red y disposición de ánimo— seguir en línea de manera ocasional, dispuesto a la escucha atenta y a la conversación serena. Los demás, se despedían por un tiempo, solo espero verlos otra vez.
Esto me ha hecho volver a pensar en una vieja historia sobre el oficio de enseñar: Hasta muy entrada la Edad Media —cuenta el profesor Gonzalo Soto, experto, por lo demás, en el Medioevo y en el oficio de enseñar a otros, como quizá pocos saben hacerlo— los maestros teníamos una triple función: En primer lugar, eran maestros de un saber disciplinar, de unos conocimientos teóricos y prácticos que transmitían a sus estudiantes. Como segundo, se era maestro de orientación espiritual, una especie de psicólogos o consejeros modernos con quienes los estudiantes podían conversar ya no de los asuntos académicos, sino de aquellos vacíos del alma que los aquejaban. Finalmente, los maestros lo eran del cuidado, del cultivo de la vida. Así, con frecuencia, a ellos estaba confiado el sustento material y la protección de sus pupilos, quienes incluso se iban a vivir a casa del maestro hasta tanto pudieran valerse por sí mismos y, eventualmente, volverse maestros de otros discípulos.
Los modernos se encargaron no solo de sustentar su prestigio sobre el descrédito de los medievales, sino que, en asuntos de la enseñanza, y frente a la gran noticia del conocimiento científico, los maestros fuimos relegados a meros transmisores de saberes, datos, contenidos; olvidando así nuestra misión como maestros de alma, cuidadores de vida.
Creo que muchas de las acciones que podamos emprender como maestros, —en estos tiempos de crisis y pandemias—, no darán sus mejores frutos si nosotros los maestros no retomamos, con mayor o menor esfuerzo, algunas de esas labores olvidadas.
Aunque parezca curioso, justo ahora, los alumnos valoran muy positivamente nuestra disponibilidad de estar ahí, cuando nos necesiten, para ellos. ¿Qué entiendo por disponibilidad? No quisiera dar una respuesta exacta a esta pregunta, y comenzaría invitándolos a que cada uno de ustedes, quienes sean maestros en algún modo, se piense esa pregunta. Por lo demás, las respuestas que me han dado mis estudiantes resultan supremamente diversas: disponibilidad es que puedas establecer un diálogo más horizontal en la relación docente estudiante; disponibilidad es que no tardes muchos días en responder un correo o no ignores deliberadamente un mensaje de auxilio en tu WhatsApp; disponibilidad es que tengas tiempo para una asesoría extra clases o que incluso puedas quedar para asistir a una buena charla, para hacer de la calle una extensión del aula y que te permitas una conversación de algunos asuntos que no están relacionados con tu materia; disponibilidad es que ellos puedan ver en ti otro colega del oficio y, ocasionalmente, una fuente o un referente para seguir una pista o confirmar un dato. Disponibilidad es un consejo, la recomendación de una genial película y una mejor lectura, una posible vacante para un empleo o la ruta para descubrir una pasión que marcará en definitiva la vocación de tu pupilo.
Eso de la disponibilidad se refiere mucho a ser tutores de resiliencia. Muchos de ustedes conocerán las teorías sobre esta y cada uno de nosotros tiene, más o menos claro, si se considera o no un ser resiliente. Lo que quizá se desconoce a menudo es que la resiliencia, fundamentalmente, es una capacidad adquirida como resultado de nuestras experiencias de vida. El desarrollo de esta capacidad, señalan diversos estudios, está asociada al hecho de que, en alguna parte de nuestra primera y segunda infancia hubiésemos contado con un adulto —un padre, maestro, vecino, amigo, otro familiar— que nos proporcionó dos cosas: afecto y recursos, recursos entendidos como una ayuda material o, simplemente, como escucha y buenos consejos.
Nos convertimos para nuestros estudiantes, aunque no seamos plenamente conscientes de ello, en tutores de resiliencia. A eso me he referido cuando he hablado de disponibilidad. ¿Cómo hacerlo? De nuevo, es un asunto que puede tener caminos muy diversos.
El título de maestro me parece el más bello del mundo y, su vocación, un llamado semejante al apostolado en una comunidad de pastores de almas. Pero el camino para llegar a serlo dura, en promedio, tres cuartas partes de la existencia, pues aquí también la gracia está en recorrer el camino y no en llegar a la meta. En todo caso, animaría a mis colegas a que nos pensemos como maestros de almas y cuidadores de vida, no otra será la forma de practicar una ética de la compasión, de la alteridad en la enseñanza, tan necesarias ambas en tiempos de pandemia.
Siento que en este momento los maestros tienen mucho que aportarnos.
En las diferentes profesiones en las que inciuso no se es maestro. Se tiene que cuidar a las personas con quienes interactuamos.
Cuidar, cuidar es un concepto olvidado.
Celebro que todos queramod imitar a los maestros. Gracias querido Julio.