Columnista:
Guillermo Palomino Herrera
Yo no suelo profesar devociones políticas, pero esta reflexión del gran filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi sobre el posible declive del desastroso y destructivo sistema capitalista en tiempos del coronavirus, me ha hecho recordar —con nostalgia— que el discurso político de Gustavo Petro durante toda la campaña presidencial giraba en torno a la necesidad de acabar con el modelo económico extractivista y dependiente de combustibles fósiles.
Hago la transcripción aquí de un fragmento del artículo mencionado, que se titula Más allá del colapso: tres meditaciones sobre las condiciones resultantes posibles:
“El cielo está despejado en estos días de cuarentena, la atmósfera está libre de partículas contaminantes, ya que las fábricas están cerradas y los automóviles no pueden circular. ¿Volveremos a la economía extractiva contaminante? ¿Volveremos al frenesí normal de destrucción por acumulación y de aceleración inútil por el valor de cambio? No, debemos avanzar hacia la creación de una sociedad basada en la producción de lo útil”.
Hoy tuviéramos un presidente que hubiera estado mejor preparado, no para afrontar las terribles consecuencias del virus —que en todo caso siempre son imprevistas, inesperadas—, sino para afrontar el futuro pospandémico. Un futuro que pudiera haber estado asentado bajo la premisa de la producción de lo verdaderamente útil para la subsistencia de todos los colombianos. Un futuro en el que los sectores como el del campo, la educación y la salud hubieran tenido una relevancia como la que jamás tuvieron en estos años de mezquinas y roñosas “inversiones” neoliberales. Un futuro en el que el modelo económico extractivista hubiera podido quedar finalmente sepultado y lapidado por un nuevo modelo económico sostenible en el que la economía y el medio ambiente no rivalizaran, en el que no se desperdiciaran las materias primas ni se contaminaran desconsideradamente las fuentes hídricas.
Sin embargo, el presente es distinto. El presente es escurridizo, es una sombra negra que además está manipulada por un presidente que es, por decirlo menos, “un idiota, lleno de ruido y de furia”, como diría Shakespeare. Y el futuro, ¡ay el futuro!, se vislumbra apocalíptico porque todo seguirá igual. Aquí seguiremos a cabalidad las indicaciones escritas en esta frase premonitoria de Giuseppe Tomasi di Lampedusa “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Y efectivamente toda nuestra existencia ha cambiado desde la irrupción del virus, no obstante, después de que todo esto concluya, el país se mantendrá igual, puesto que los corruptos seguirán robando los cerca de 50 billones anuales que se pierden cada año por culpa de la corrupción. La prueba de ello está en que solo en estos días de crisis pandémica, esa caterva de bandidos ya se ha robado, según datos de Carlos Felipe Córdoba, contralor general de la República, cerca de 80 mil millones de pesos que estaban destinados a ayudar a las familias más afectadas por la crisis.
Todo seguirá igual, reitero, todo se mantendrá como antes, pero esta vez con el agravante de que pronto saldrá una horda de tecnócratas y economistas uribistas y neoliberales (confieso que no sé cuál de los dos epítetos es peor) proponiendo recortes presupuestarios a la salud, a la educación y al campo para salir de la crisis económica que, seguramente, vendrá detrás de la crisis epidémica. Y como fiel escudero de la barbarie neoliberal saldrá el Duque de sus dominios a respaldar esas políticas de la muerte.
¡Estamos perdidos!
Post scriptum: Es agobiante la torpeza del periodismo colombiano con respecto al tratamiento que le están dando al tema del coronavirus y a los individuos que lo padecen. Ellos (los periodistas), como diría Vargas Llosa, “multiplican el sufrimiento y lo vuelven abstracto. Y no es fácil conmoverse por cosas abstractas”. No es fácil conmoverse con el sufrimiento de un número diario que crece y crece con furia sostenida. No es fácil conmoverse con el sufrimiento de una persona que deja de ser un paciente contagiado por el virus para convertirse en el “caso dos mil ochocientos cincuenta y dos de Colombia”. En definitiva, no es para nada fácil conmoverse por un número sin identidad ni singularidad.