Columnista:
Jaír Villano
La vida es más fácil sin preguntas incómodas. Vivimos plagados de imágenes, plagados de supuestos, plagados de ambigüedades, plagados de símbolos.
Vivimos atrapados en escenarios virtuales donde no es posible la totalidad del ser y donde los demás nos suponen. Hoy que vivimos más cercanos a los otros a través de un perfil; hoy que hacemos amistades obviando la presencia; hoy que interactuamos con otros y nos hacemos creencias del otro por ese simulacro de interacción y ese otro se la hace por el nuestro. Hoy es necesario volver a preguntarse por lo que somos.
O mejor: por lo que somos virtualmente. Por ese que aparentemente nos suplanta, nos remplaza, nos imita en un escenario donde se puede elegir qué mostrar.
¿Quién es el usuario detrás de una red? ¿Es ese que se revela o es el que se oculta? ¿Cómo saber qué oculta? ¿Cómo saber si se revela o si se esconde? ¿Cómo saber quién es?
El ser virtual es incompleto. Es un fragmento de alguien. Es lo que decide exponer. Es una circunstancia condicional que reacciona. Conozco amigos que en las redes sociales son energúmenos, vehementes y radicales en sus denostaciones y juicios de valor. Es una parte incompleta de ellos, si se considera que por fuera de esos escenarios son personas sensatas, pensantes, reflexivas.
Puesto que yo los trato desde hace tiempo me puedo hacer una consideración matizada de lo que son, pero quienes los siguen en las redes no pueden: no los conocen. Y, no obstante, hay una proyección de los otros usuarios. Es decir: se cree que ese otro es eso que muestra en la red.
Hace poco alguien me dijo que me veía mucho mejor de ánimo, que en Facebook era muy pesimista. No dije nada. Pero en cambio me detuve a pensar: no es que haya abandonado mis consideraciones, es que evito compartirlas. Más allá de eso, lo interesante es que ese alguien cree que mi desesperanza feneció, dado que ya no posteo sobre ella.
—Ya no subes esos poemas o esas frases depresivas —remató—.
Lo cual es clara indicación de que la opinión que tienen sobre uno obedece a una decisión fútil: la de postear sobre x o y tema. Lo peligroso es que como esa persona hay muchos que creen que la definición del yo es proporcional al perfil del yo de una red.
Es peligroso porque de fondo eso dice que la virtualidad ha suplido la realidad: que somos no lo que somos en la vida, sino lo que somos en una red.
Y la pregunta es ¿qué somos en la red? ¿Qué decidimos ser? ¿Qué parte nuestra omitimos? ¿Qué parte privilegiamos?
La ausencia de un comentario sobre cierta situación también es motivo de parcialidades: hay quienes creen que si uno no se pronuncia sobre el escándalo o la controversia del momento es por desinterés, abulia, desdén.
Es en este tipo de casos donde el problema se torna interesante: ¿cuál es la motivación personal que esconde compartir la indignación? Se puede estar indignado y dejarlo para uno, pero, entonces ¿por qué guardárselo y no compartirlo?
Es imposible hacerse una definición del otro a través de una red. Ese que está detrás es más complejo, más contradictorio, más difícil del yo que enseña en la virtualidad.
Pero, aunque se sabe, todos cometemos el error de hacernos creencias sobre otro que, como es posible que sea como decide mostrarse, también es posible que no.
¿Cómo hacerme una opinión correcta del otro si solo conozco su yo de la red? ¿Cómo hacerlo a sabiendas de que muchos ni siquiera se interrogan esto?
No es una voluntad: se privilegia el parecer, porque en una red social no se puede ser. No hay forma ni mucho menos interés en mostrarse como en realidad somos. No es tan fácil, desde luego, pues la mayoría de la gente vive sin saber quién es. Es más saludable vivir sin interrogarse por ello. De pronto, al conocerse uno se cae mal, y de ahí en adelante los conflictos emergen.
Un dicho popular es sabio: las apariencias engañan. Dado que en las redes todo es apariencia, vivimos engañados de los demás y lo demás de nosotros. Hay un verso de Álvaro de Campos que dice:
Hice de mí lo que no supe,
y lo que podía hacer de mí no lo hice.
El disfraz que me puse no era el indicado.
En seguida me tomaron por quien no era, y no lo desmentí, y
me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara,
estaba pegada a la cara.
Cuando me la quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
De pronto nos acostumbramos tanto a ese yo de la red que olvidamos al yo de la realidad. De pronto ese yo virtual es más aceptado socialmente que el yo de la realidad. De pronto ese yo que podemos fingir es radicalmente disímil al que no podemos evitar en el mundo real.
Es necesario volver a Nietzsche: “¿Eres auténtico?, ¿o sólo un comediante? ¿Un representante?, ¿o la cosa misma representada? —En última instancia no eres más que un comediante simulado… Segundo caso de conciencia”.
Desde mucho tiempo atrás el arte ha sabido enseñar que el mundo es un teatro y los seres humanos sus actores. El ser siempre ha estado sujeto a interrogantes que lo desquician y lo desnudan y lo interpelan (recuérdese el Dasein de Heidegger). Hoy el exacerbamiento es intenso, porque la vida está atravesada por simulacros de ella. Porque la realidad ha transmutado a otro escenario: el virtual.
La pregunta por el ser, por lo tanto, debe orientarse teniendo en cuenta que, si antes se podía ser un comediante simulado, ahora es posible no parecerlo; todos tenemos la posibilidad de crear otra existencia a través de una red.
Esa otra existencia a riesgo de impregnarse en ella, de quedarse en la máscara del poema de Pessoa. Al punto de ser útil al dispositivo mercantil, que opera de acuerdo a los intereses reflejados en la virtualidad.
El dispositivo mercantil crea ofertas siguiendo un patrón de gustos. Las mismas redes organizan su contenido de acuerdo a un modelo similar. Si uno busca un vuelo en Internet, de repente las páginas comienzan a ofrecer publicidad relacionada. Si a uno le gusta una banda musical, un vídeo, un largometraje, un libro, el algoritmo busca contenidos equivalentes. En consecuencia: la autonomía del individuo para hallar sus propios medios se pierde. En ese sentido, el mercado y el algoritmo coartan la personalidad: lo someten a un indicio de interés que no necesariamente es cierto.
Es decir, si ese yo virtual está fingiendo el dispositivo le crea ofertas cuyos efectos podrían derivar en la desaparición del yo real: la máscara se aferra, se pasa de representar un alguien a representar ese alguien; el sujeto de la virtualidad no se da cuenta que ha mutado en otro.
De pronto, en individuos con capacidad para la distancia, con las suficientes defensas intelectuales para burlar las trampas, ello no ocurra. Pero piénsese en las generaciones que han nacido inmersas en la red, que nacieron en el auge de ella, que por obvias razones no tienen las competencias para vislumbrar que entre más cercana es la virtualidad a la realidad más abismales son las diferencias.
El yo de las redes no es ajeno al dolor. Las dinámicas de aprobación y desaprobación, de likes y retuits, posibilitan la plenitud o no de su estado. Su ataraxia se sostiene en esa onda voluble, caprichosa, desmedida y dominante. A mayor likes y/o retuits, mayor grado de excitación. No importa el método, ni el medio, ni el cómo se atiende esa necesidad del permiso social.
Todo lo cual hace más transparente mis presunciones: ese yo condiciona su comportamiento en función del aplauso. De modo que no actúa para sí, sino para los demás. La masa virtual en abstracto se convierte en su juez.
Lo irónico de todo esto es que uno es cómplice del fraude: se hace un indicio equivocado de otros por la reiteración de las proyecciones: de los felices, de los viajeros, de los exitosos, de los responsables, de los saludables, de los deportistas, etc. Detrás de estos perfiles puede agobiar la tristeza, pero la repetición de lo mismo infunde una verdad.
Hoy que la circunstancia nos obliga al encierro y a llevar una vida desde diferentes dispositivos virtuales, estas inquietudes se tornan más relevantes y necesarias para aproximarse a las características que definen o desmienten el ser humano del siglo XXI.
La cuarentena ha recuperado el aprecio por los escenarios reales. Pero, al mismo tiempo, nos ha obligado a desarrollar una parte sustantiva de la existencia desde la virtualidad. ¿Qué somos, en qué nos convertiremos y qué dejaremos de ser en el entre tanto y en un después? Hoy más que nunca me parece urgente formularse estos interrogantes.
Imagen: cortesía de Aaron Olson.