Columnista:
Nelson Villareal
Les propongo hacer una pausa en medio de este ambiente de tensión que se ha provocado a raíz de la COVID-19 y que nos tiene a todos con los pelos de punta.
Una pausa necesaria para dedicar unos minutos a esta lectura sobre un suceso en particular acontecido aquel 9 de abril de 1948 al caer la noche y despuntar el alba, en la que les traigo el relato de un hecho que ha sido poco tratado por la historia y al que muchos no le dan la relevancia que merece, que habla de un héroe anónimo y un cofre mortuorio que llevó en su interior al caudillo del pueblo Jorge Eliécer Gaitán. La narración es solo un llamado a la memoria, que nunca debemos dejar que se desvanezca, aún en medio de estos tiempos de zozobra y desolación, pero sobre todo, para leer en estos tiempos de zozobra y desolación.
Se dice que luego del magnicidio, el cadáver de Gaitán fue transportado en un Jeep que salió a las seis de la mañana de aquella clínica donde pereciera el líder político, pero, como la historia tiene siempre más de una versión, al desempolvar los libros de narraciones, relatos y crónicas de la época, nos encontramos de frente con una versión menos facilista y más aterrizada al contexto de aquellas oscuras horas; y de ese suceso nos da algunas pistas el legendario cronista Felipe González Toledo, cofundador del Círculo de Periodistas de Bogotá, quien falleciera hace ya casi tres décadas. A partir de allí atamos cabos, investigamos y nos dirigimos a las fuentes en recortes y noticias para contarles lo que leerán a continuación.
“El hombre de la carreta”
Rauda, sigilosa, pero sin detener su marcha, avanzaba en medio de la niebla de invierno una carreta siendo tirada por un caballo la madrugada del 10 de abril de 1948.
En ella, al aire libre y, solo cubierto por una lona gruesa, era transportado el cofre metálico en el que viajaba el cuerpo inerte de “el caudillo del pueblo”, Jorge Eliécer Gaitán, quien horas antes había sido asesinado en el Centro de Bogotá, hecho que despertó la ira desbordada de sus seguidores y marcó la historia de un país: “El Bogotazo”.
La historia del cofre y la carreta (o zorra como la llaman los bogotanos) pocos la saben, pero resulta que luego del magnicidio, y para evitar que el cuerpo del caudillo fuera llevado en procesión por los líderes del Partido Liberal y expuesto públicamente hasta llegar al Palacio para exigir la renuncia de Mariano Ospina Pérez por lo sucedido, su esposa, doña Amparo Jaramillo, le pidió a su amigo y copartidario Pedro Eliseo Cruz, quien fue uno de los médicos presentes y de los primeros en confirmar la trágica noticia, que por favor llevara el cadáver hasta su casa en el barrio Santa Teresita, y él así lo hizo.
Continuando con este relato, nos enfrentamos a una desgarradora realidad, y es que ante la escasez de ataúdes por la matanza del día anterior, al doctor Cruz le fue casi imposible encontrar una caja de madera, pero al parecer, el dueño de una funeraria le donó aquel cofre que había guardado por mera coincidencia, ya que una vecina del barrio Las Cruces, próspera a causa de su rentable negocio de venta de tamales, decidió viajar a EE. UU. a disfrutar de unas merecidas vacaciones y gastar de buena forma esos pesos bien ganados, con tan mala fortuna, que su hija y acompañante de viaje falleció un par de semanas después en el país del norte, a causa de una grave enfermedad que acabó con su vida en tan solo unos cuantos días. Como requisito para la repatriación las autoridades norteamericanas le ponían como condición que debía buscar los medios para que el traslado cumpliera con las normas de sanidad, es ahí donde surge el cofre hecho con láminas de zinc reforzado, de algo más de 2 metros de largo, que luego de las honras fúnebres a su regreso a Colombia fue desechado, ya que al introducirlo no cabía en la cripta donde enterraron a la muchacha, siendo reemplazado por un ataúd normal de madera y hormigón.
La caja de madera que finalmente encontró Pedro Cruz fue puesta dentro del ataúd metálico y el único transporte del que pudo echar mano para emprender tan delicada empresa fue una carreta cuyo jinete en sus días habituales se dedicaba al transporte de mercancía y productos agrícolas que compraba en la plaza de mercado para llevarlos a los barrios apartados de los cerros orientales donde los vendía.
Aquel hombre humilde al que le decían “el viejo” aceptó una misión casi imposible y, que solo aceptaría un suicida, pero bueno, de todo hay en la viña del Señor. Fue así como emprendiendo un viaje en medio de la bruma, el humo de los incendios y el acecho de francotiradores del Ejército, que apostados en los tejados de las casas del Centro de un lado y, policías con carabinas al otro, disparaban sin preguntar a todo lo que se moviera, pues hasta la mínima escaramuza era una señal de peligro y muerte en medio de aquel caos.
Transitó sintiendo el helaje de la madrugada, aún en medio de la oscuridad, respirando entre sollozos y resoplos porque la tensión le hacía escasear la saliva, con esa resequedad en la garganta que nos llega justo en el momento en el que el miedo se apodera de nuestro ser, sin reparar en el paisaje devastador a su alrededor, solo con su mirada fija en el camino que tenía por delante y rezando una y otra vez el padre nuestro para que su sombrero no volara por los aires al recibir un balazo en la cabeza.
Lo consiguió, ya con los primeros rayos de luz “el viejo” llegó al barrio Santa Teresita, bajándose precipitadamente para demorar lo menos posible en el proceso de descender y llevar al interior de aquella casa el cofre metálico ayudado por los que esperaban a su llegada por el cuerpo. Le ofrecieron un tinto y él aceptó por cortesía, aunque por dentro estaba aún muerto de miedo y solo quería irse, pero quizá eso lo ayudaría a recuperarse y cambiar el color pálido de su rostro; y funcionó. Un tinto, un abrazo de condolencia a la viuda y se regresó por donde vino, sin pedir nada a cambio.
Un hombre de sangre fría en su vehículo de tracción animal, ataviado con ruana y sombrero atravesó las oscuras y destrozadas calles del Centro de la ciudad, como un fantasma exponiendo su propia humanidad para llevar el cuerpo sin vida del caudillo del pueblo hasta su última morada, la casa de la memoria histórica de las víctimas del régimen que nos gobierna hasta nuestros días.
Agradable y apasionante relato señor Villarreal. Gracias por darnos a conocer un aspecto más del vil asesinato de Jorge Eliécer Gaitán Ayala. Es mucho lo que nos han mantenido oculto respecto a este trascendental hecho que partió en dos la historia de Colombia.
Excelente.
Con mucho respeto dirijo mi opinión, dado que estos comentarios suelen ser en su mayoría soberbios y groseros; quiero apuntar que sería mejor una redacción literaria, alejada del lenguaje hablado.