Columnista:
Juan David Arias Henao
Las bolsas de valores de América Latina acompañan el derrumbe global, y los efectos negativos en todos los sectores de la economía empiezan a sentirse en países como Brasil, Argentina, Chile y Colombia. Al mismo tiempo que esto ocurre, se está beneficiando enormemente una industria inhumana que se guía bajo el criterio de la ganancia, pero que entiende poco de solidaridad. A medida que el COVID-19 propaga enfermedad y muerte entre miles de personas en más de 150 países, las compañías farmacéuticas ven la actual crisis como una oportunidad de negocio.
Decenas de industrias compiten ahora por crear los tratamientos y vacunas necesarias para controlar el nuevo brote de coronavirus, lo que se convertirá, muy seguramente, en un éxito para las compañías farmacéuticas en términos de ventas y ganancias. Cuanto mayor sea la crisis por la pandemia, mayores serán, eventualmente, sus ganancias.
Un ejemplo de los beneficios de esta industria, es el de la empresa de biotecnología Moderna, con sede en Cambridge, que ha comenzado a reclutar candidatos para un ensayo clínico de su nueva vacuna contra el COVID-19, y debido a ello los precios de sus acciones se han disparado desde hace un par de semanas.
La farmacéutica estadounidense Eli Lilly, también tuvo un impulso a sus acciones cuando anunció que se unía al esfuerzo de encontrar una terapia para el virus; mientras que el precio de las acciones de la compañía Gilead, aumentó de manera considerable luego de darse a conocer la noticia de que su medicamento antiviral Remdesivir (que fue creado inicialmente para tratar el ébola), estaba siendo utilizado en pacientes con el nuevo coronavirus.
La capacidad de ganar dinero de estas compañías es excepcionalmente grande en países como Estados Unidos, donde no hay controles básicos para establecer los precios de sus productos. En ese contexto, las grandes farmacéuticas están siendo beneficiadas con un paquete de gastos de 8.3 mil millones de dólares, que fue aprobado por el Gobierno estadounidense a principios de marzo.
De esta forma, las compañías estadounidenses que trabajan en una vacuna o tratamiento contra el virus, lo hacen a través de la inversión pública del Gobierno, pero tienen autoridad para establecer precios y determinar la distribución de sus productos, convirtiendo las ganancias en un asunto de la industria privada, que, por supuesto, tiene poco que ver con el humanismo.
Sería lógico que las ganancias por la creación de vacunas o tratamientos de enfermedades que, se convierten en epidemias, retornaran a la investigación pública de los institutos que las financiaron inicialmente, sin embargo, la realidad es otra. La industria farmacéutica opera bajo criterios de crecimiento de sus utilidades, algo que no estaría mal en otro tipo de situaciones, pero tratándose de la salud de la población mundial, los criterios tienen que ser más humanos que económicos.
Existe un gran riesgo si el sector público deja de cumplir un papel destacado en las inversiones para la investigación de nuevos tratamientos o vacunas, decidiendo dejar todo a merced de las grandes compañías farmacéuticas. Si esto fuera así, cualquier cura frente al coronavirus tendría un precio tan alto que solo los países y personas más ricas del mundo podrían obtenerla.
De este modo, el COVID-19 ha dejado expuesta la vulnerabilidad del sistema de salud pública global, especialmente en países como Colombia que tienen poca investigación asociada a este tipo de problemas, lo que los hace altamente dependientes de la industria farmacéutica internacional. Además de ello, los sucesivos recortes presupuestarios han dejado la salud con pocos recursos y mal equipada para enfrentar una crisis de las dimensiones actuales.
Si a ello le sumamos el entramado financiero y, la lógica de ganancia que emplean las compañías farmacéuticas, la vulnerabilidad aumenta, puesto que los efectos económicos negativos por el virus son más profundos, y la capacidad de obtener una cura se podría tornar económicamente más lejana para una buena parte de la población.
Las vacunas siguen siendo la mejor arma de la ciencia contra los virus, y, sin embargo, las proyecciones más alentadoras no prometen tener lista la vacuna del COVID-19 en menos de un año. Mientras tanto, el mundo en pánico verá cómo las vacunas pasan por ensayos clínicos durante los próximos 12 meses con las industrias bien atentas.
En este contexto complejo, el egoísmo de ciertos dirigentes políticos no deja de sorprender al mundo. Donald Trump ha ofrecido mil millones de dólares a la empresa alemana CureVac para asegurar que la vacuna que están desarrollando sea solo para los Estados Unidos. Sin embargo, los investigadores alemanes han sorprendido respondiendo que, en caso de tener éxito con una vacuna eficaz, esta debería ayudar y proteger a las personas de todo el mundo, mostrando que sí puede existir un criterio más solidario y humano en la búsqueda de soluciones.
Ante todo esto, es necesario hacer una pausa para reflexionar sobre el papel de gran parte de la industria farmacéutica y sus monopolios, ya que no se puede permitir que los medicamentos y el acceso a ellos queden determinados por el criterio de la ganancia y la utilidad económica de unos mercados inhumanos.
Es indispensable pensar que el coronavirus puede enseñarnos algo: el sistema de salud pública es más importante que las ganancias de las grandes farmacéuticas. Es necesario rechazar la privatización de las vacunas y los tratamientos frente al COVID-19, y adoptar un modelo impulsado por el interés en la salud pública que recompense la creación de una cura accesible para todos.