Como sociedad occidental hemos sido formados bajo el imaginario de un paradigma impuesto a través de instituciones dirigidas por un sujeto hegemónico, encargado de determinar las relaciones y procedimientos para regular las conductas. Ese paradigma se puede resumir en el ideario del hombre blanco, católico, heterosexual y con patrimonio, que ha normalizado jerarquías e invisibilizado realidades e identidades ajenas al mismo.
Instituciones como la Iglesia, que se encargó de “salvajizar” a las comunidades tribales, deshumanizar a las afro, y cosificar a la mujer, sirven como ejemplo de ese proceso de hegemonía que se naturalizó, a tal punto que el derecho fue un instrumento para perpetuar ese ideario y el discurso de lo convencional, precisamente apelando a la función del legislador como representante e intérprete de la voluntad de las mayorías, creando así el mito del legislador sabio e infalible.
En ese sentido, el Estado democrático basado en la voluntad de las mayorías tomaba las decisiones mediante ese legislador, luego en algunos casos apelando al voto directo mediante mecanismos como referéndums y plebiscitos que reflejaban esa voluntad inequívoca de la mayoría, pero reflejaba a su vez al sujeto hegemónico que se había impuesto.
Este modelo con el tiempo empezó a evidenciar una aberración en contra de esas minorías invisibles y consideradas incompatibles con el ideario impuesto, y la democracia se transformó en una dictadura de mayorías, en perjuicio de sujetos e identidades minoritarios. Basta recordar al lector que la Alemania Nazi fue legal, precisamente por voluntad de la mayoría legislativa, y en el caso colombiano hace un poco más de medio siglo, cuando el movimiento de empoderamiento femenino buscó la emancipación de la mujer a la sujeción que tenía su cónyuge sobre ellas conforme a derecho, la Iglesia logró detener el proceso, y nuevamente el derecho mantuvo un statu quo al servicio del sujeto hegemónico.
Ante este riesgo se creó un modelo de democracia constitucional, que seguía basada en un órgano legislativo que representara las mayorías, pero que evitaría su tiranía mediante órganos contramayoritarios técnicos y colegiados que reconocieran realidades e identidades que precisamente chocaran con el sujeto hegemónico que había dominado (y aún domina) la institucionalidad, y garantizara de esta forma otras identidades, y reconociera otras realidades.
Todavía tenemos en nuestra sociedad ese ideario de hombre blanco, católico, heterosexual y con patrimonio que trata de servirse de instituciones para no perder la hegemonía. Aún las mayorías pretenden perpetuar ese ideario por temor, rechazo o desconocimiento.
Es por esto que resulta impertinente acudir siempre a las mayorías y a mecanismos de democracia directa para ciertos temas, especialmente libertades y garantías fundamentales y con mayor razón aquellas que involucran a minorías[1] (étnica, sexuales) y sujetos de especial protección por su evidente vulnerabilidad (niños, niñas, adolescentes, adultos mayores), quienes históricamente fueron invisibilizados y no reconocidos, y que precisamente ese ideario todavía latente en la sociedad y en las mayorías, los llevaría a una nueva invisibilidad.
Deberían hoy mujeres, hombres de diversos credos, miembros de partidos no tradicionales, detenerse un minuto a pensar qué habría sido de su realidad actual, si esos derechos que hoy gozan reconocidos en la Constitución como resultado de ejercicios deliberativos e interpretativos (en aproximación a Dworkin y Zagrebelsky), hubieran sido sometidos a la voluntad caprichosa de la mayoría dominada por el ideario del hombre blanco, católico, heterosexual y con patrimonio. Senadora Vivian, ¿estaría usted en el Congreso o disfrutando de la libertad de cultos?.
[1] El término minoría debe entenderse no desde lo cuantitativo, sino desde lo histórico, como sujetos diversos al ideario del sujeto dominante y hegemónico.