Columnista:
Germán Ayala Osorio
La lucha y el control por la tierra, en Colombia, fue en el pasado y sigue siendo hoy, un factor generador de conflictos socioambientales, ecológicos, económicos y políticos. Obedece esa disputa al triunfo de un proyecto modernizador y modernizante que, de manera violenta, simbólica y física, pasó y, pasa por encima, de las relaciones ontológicas establecidas por indígenas y afrocolombianos, con la tierra-territorio, como una sola unidad indivisible.
Estamos, entonces, ante un largo proceso de disputas, acaparamiento y concentración de la tierra en pocas manos, en el que están metidos latifundistas, ganaderos, narcotraficantes, paramilitares, palmicultores y azucareros, entre otros. El índice de Gini ya anda en 0.89, lo que claramente indica una espantosa desigualdad en la propiedad de la tierra en Colombia. Sin duda, un factor generador de nuevas formas de violencia.
En los inicios del siglo XX, fue el Valle del Cauca el escenario en el que, por cuenta de los ingenios azucareros, se transformó el paisaje de esta región, situación que se extendió a los departamentos de Risaralda y el Norte del Cauca. Hoy, ese valle geográfico del río Cauca está sembrado de un pasto gigante llamado caña de azúcar, que da vida a un enorme “desierto verde” que puso contra las cuerdas a la economía campesina, a las prácticas de pan coger y sometió a los pueblos afros e indígenas a un fuerte proceso de aniquilamiento ontológico.
Después, y en parte gracias al Gobierno de Pastrana, más regiones del país fueron sometidas a otro monocultivo: el de la palma africana (o aceitera). Como se sabe, todo monocultivo empobrece no solo el goce estético en donde se localizan las plantaciones, de caña de azúcar y palma aceitera para el caso, sino que este mismo es una negación ambiental, en la medida en que desconoce, niega y fractura conexiones ecológicas entre especies de fauna y flora que compartían los ecosistemas boscosos y humedales, entre otros, sometidos a la racionalidad económica que está detrás de quienes agencian, desde el Estado y las élites de Estado (Miliband, 1970), este modelo de plantación.
De tiempo atrás y, de acuerdo con denuncias del senador Wilson Arias, en la Altillanura colombiana (sur del país) se viene reproduciendo, con la anuencia y apoyo del Gobierno de Iván Duque Márquez, esos dos modelos de plantación para la producción de comida para los carros (agrocombustibles), acompañados de un sistemático proceso de potrerización con dos fines fundamentales: el primero, deforestar las selvas y extenderse hasta el corazón de la Amazonía y el segundo, meter esas tierras en el mercado y, por ese camino, en las lógicas de la especulación inmobiliaria.
Igualmente, el operador político vallecaucano viene llamando la atención, de la mano de la Contraloría General de la República, del acaparamiento irregular de baldíos en la Altillanura colombiana por parte de poderosas empresas nacionales y extranjeras. De las primeras, y de acuerdo con lo expresado en su reciente libro, Así se roban la tierra en Colombia (Arias, 2017) y el informe que el órgano de control publicó en la administración de Sandra Morelli, Aceites Manuelita, Riopaila Castilla y un miembro de la familia Sarmiento Angulo (fenómeno de la bancarización de la tierra), se apropiaron de forma irregular de cientos de miles de hectáreas para sembrar en estas, «comida para los carros».
Se trata, a todas luces, de un modelo de desarrollo insostenible en materia ambiental y ecológica y, un riesgo enorme, para la seguridad alimentaria del país; de igual manera, dicho acaparamiento irregular de baldíos (tierras que, por ley, deben ser entregadas a los campesinos) terminará por afianzar el camino de una ya evidente descampenización y el aniquilamiento ontológico de afros e indígenas.
Así entonces, los compromisos internacionales que el Estado colombiano firmó en materia ambiental, no se podrán cumplir porque al actual Gobierno, de la mano de latifundistas, palmicultores, azucareros y ganaderos uribistas, solo le interesa imponer, a sangre y fuego si es necesario, ese modelo de plantación.
Lo curioso es que, a pesar de las denuncias y de lo hallado en el Informe de la Contraloría General de la República, son pocos los ambientalistas que han puesto sus ojos críticos sobre lo que se está viviendo en el sur del país y lo que está planeando, hacia futuro, el Gobierno de Duque. Otros en cambio, apenas si hacen referencia al fenómeno, legitimando los monocultivos, a través de lo que ellos mismos llaman «ecosistemas emergentes».
Al final, veremos en el vasto territorio de la Orinoquía y de la Amazonía colombiana el triunfo del «hombre blanco» y de un proyecto modernizador violento, unívoco e insostenible cultural, ecológica y ambientalmente.