Columnista: Germán Ayala Osorio
Aunque el tema que inspira a esta columna ya no es de interés mediático, su vigencia política justifica volver sobre unos hechos que muy seguramente la opinión pública ya olvidó. Sé que la columna llega años tarde, pero el genuino interés de reconstruir lo acaecido en las relaciones Uribe y Santos me hizo volver atrás.
La prensa crea realidades y verdades, al tiempo que oculta hechos, reconstruye circunstancias y aporta a la construcción de versiones que suelen servir a los intereses de los agentes que escriben la Historia Oficial. Al final, esa misma prensa logra que sectores amplios de la llamada opinión pública reproduzcan una “verdad” con claros efectos políticos.
El distanciamiento personal y político entre Uribe Vélez y Santos Calderón fue cubierto por el periodismo bogotano como un hecho farandulero, lo que dejó por fuera circunstancias claves que pueden explicar muy bien no solo lo del distanciamiento, sino el calificativo que el “uribismo” creó para descalificar a Santos y por esa vía, darle sentido de realidad al “castrochavismo”.
El mote que le impusieron al presidente de Santos fue el de “traidor”, porque al haber sido elegido bajo la sombrilla ideológica de la seguridad democrática, estaba impedido para hablar de paz y proponer una negociación política con las guerrillas, en particular con las entonces Farc-Ep.
Así entonces, el rompimiento político entre Santos y Uribe está atado a la decisión política del primero de adelantar un proceso de paz con las Farc en La Habana. Sin duda, el que el ungido del hijo de Salgar se la haya jugado por la paz pudo enfurecer al hoy senador antioqueño, pero, al parecer, y según fuentes consultadas (vivas y documentales), un aspecto determinante en la ruptura y en el agrio enfrentamiento entre estos dos neoliberales, tendría que ver con asuntos de tierras y sobre todo, con el control y posesión de estas en varios territorios del país.
El asunto se explica de la siguiente manera. La apuesta de Santos por ponerle fin al conflicto armado interno con las Farc por ser la guerrilla más grande y con mayor capacidad de daño y control territorial, lo instaló de inmediato en la dicotomía paz política o paz económica. Al final, por su tradición neoliberal se la jugó por la segunda.
Y para lograr que fuera posible una paz económica, que invitara y garantizara la inversión extranjera, en el marco de lo que el senador Wilson Arias (2017) llama “la fiebre por la tierra”, Santos no solo necesitaba pacificar esos territorios de interés nacional y transnacional (la altillanura, por ejemplo), sino adelantar procesos tanto de restitución de tierras como de “clarificación de predios”, ocupados muchos de ellos por testaferros, paramilitares y por agentes probablemente con relaciones con Uribe de manera directa o con agentes del partido CD, o con el amplio abanico de jugadores económicos (agrícolas) y políticos cercanos a lo que se conoce como el “uribismo”.
El asunto es de tanta importancia para las corporaciones transnacionales, que el gobierno Uribe había recibido precisas instrucciones desde las multilaterales de crédito para que avanzara en esas cuestiones.
El Banco Mundial, en particular, se preocupó de cómo integrar al mercado de tierras, de un lado, las de la Altillanura (constituida por baldíos de la Nación) y del otro, las tierras despojadas y ensangrentadas durante largas décadas, y por tanto con limitaciones para ser transadas “con seguridad jurídica” en mercados cada vez más globales.
En el documento COLOMBIA 2006-2010: UNA VENTANA DE OPORTUNIDAD. NOTAS DE POLÍTICAS PRESENTADAS POR EL BANCO MUNDIAL, se lee lo siguiente: “Se requiere con suma urgencia la asistencia técnica para mejorar destrezas en planeación, e integrar el uso de nuevas herramientas en el ámbito municipal. Esta asistencia podría incluir medidas para acelerar el cumplimiento de la Ley 388, continuar esfuerzos de titulación de tierras, fortalecer y actualizar el catastro…; varios factores influyen en la persistencia de la alta concentración de las tierras y formas extensivas de su uso.
Primero, los incentivos comerciales han sido favorables a actividades que usan la tierra extensivamente, a expensas de la agricultura intensiva en mano de obra. También, la tributación de tierras ha estado, y sigue estando, en niveles muy bajos, lo que facilita la concentración especulativa de la propiedad.
Por último, la violencia, que ha causado el desplazamiento y las ventas forzadas por medio de las amenazas y el terror, y el tráfico de drogas ilícitas, que lleva a compra de tierras en gran escala para lavar dinero, completan el mapa de esta tragedia (págs. 136- 227).
Dadas las recomendaciones del BM, la ley de víctimas y restitución de tierras y la reforma al régimen de baldíos no daban espera.
Uribe no garantizaba la primera –por sus intereses como latifundista-ganadero, sus afinidades políticas y su animadversión hacia indígenas, afros y campesinos–, y ralentizó la segunda, pues el choque de trenes y la polarización especialmente en materia rural, le impedían hacer consensos al respecto. Por eso es claro que los intereses agrícolas y el control territorial de Uribe hace rato traspasaron las fronteras de El Ubérrimo.
De esa manera, Santos llega con explícitas encomiendas en materia de paz y tierras. Pero Uribe sintió pasos de animal grande por la paz económica de su sucesor, en la medida en que sus intereses agrícolas hace rato traspasaron los límites de sus haciendas.
Es decir, al tener Uribe aspiraciones o alianzas para mantener el control político y económico en zonas disputadas por las corporaciones, esa perspectiva de paz de su ungido podría no solo afectar sus intereses de manera directa, sino comprometer aún más su imagen, de tiempo atrás relacionada con usurpadores de baldíos y/o grupos paramilitares, los mayores agentes despojadores de tierras en el país.
De esta manera, la “pelea” entre Santos y Uribe y la versión novelada que impuso la gran prensa bogotana dejó por fuera, sin duda, las reales circunstancias de un distanciamiento que debe explicarse desde las recomendaciones del Banco Mundial y la manera de facilitar, desde instancias estatales, que la «fiebre por la tierra» no termine por eliminar a campesinos, indígenas y afros, como es el interés de aquellos agentes de poder que le apuestan al modelo de la gran plantación y por supuesto, a la ganadería extensiva, pensada esta última actividad económica, con criterios de especulación inmobiliaria.