Autor: Esteban Martínez Henao
A un año y medio de iniciado el Gobierno de Iván Duque, poco queda de aquel candidato que logró posicionarse ante buena parte del país como la alternativa moderada del uribismo y, por qué no, de Gustavo Petro.
Su campaña, construida alrededor de la idea de que su uribismo light estaba lejos de las voces más polémicas del Centro Democrático, logró cautivar no solo al empresariado, sino también a un sector de los medios de comunicación que lo trataron con inusitada delicadeza hasta las elecciones.
Pero de aquel candidato, que evitó enlodarse en confrontaciones que bien hubieran podido desnudar el carácter que ahora le conocemos, no queda nada.
Si la elección de los nombres que estarían en posiciones clave de su gabinete, la decisión de revivir el debate de los acuerdos de paz, conservar en su cargo a un ministro de Hacienda con serios cuestionamientos éticos y llevar un negacionista del conflicto al Centro Nacional de Memoria Histórica no fueron suficientes para socavar esa imagen de uribista moderado, los últimos dos meses lo han dejado pintado de pies a cabeza.
Primero, el asesinato e intento de desaparición del exguerrillero de las Farc, Dimar Torres, y la renuencia del presidente de sacar al ministro Guillermo Botero, quien mintió de manera reiterada al respecto, evidenciaron que el ejecutivo no está para exigirle respuestas al Ejército. Menos cuando de flagrantes violaciones a los derechos humanos se trata.
Con el tufo del retorno de los falsos positivos, el otrora moderado Duque tuvo que encarar la crisis más compleja de su joven administración.
El 5 de noviembre el senador Roy Barreras denunció la muerte en un bombardeo del Ejército de 7 menores de edad (la cifra ascendería finalmente a 9), quienes fueron presentados como guerrilleros por (¡oh sorpresa!) el Ejército.
Siguiendo el guion escrito por otras administraciones, el Gobierno pasó de la negación mentirosa a la aceptación justificante, con el agravante de que no hubo nadie en el Ejecutivo que pidiera cuentas. Mientras, el ministro de Defensa Guillermo Botero se aferró con tal fiereza a su cargo que solo hasta que las cuentas en el Senado evidenciaban que sería el primer ministro sometido a una moción de censura, dio un paso al costado.
Pese a ello, Duque no dudó en rendirle un homenaje a Botero no sin algo de cinismo: «Le ha dejado al país una gran lección de vida», aseguró el jefe de Estado.
Allí no paró la transformación del presidente. El paro nacional convocado por las centrales obreras, estudiantes y organizaciones campesinas para el 21 de noviembre encaró una de las ofensivas más salvajes contra una movilización de las que se tenga memoria recientemente. Comerciales en horario estelar, allanamientos, bots tuiteros, rondas de medios y una visita del mismísimo presidente a Candela, que pasará a la historia del humor patrio, hicieron parte del arsenal con el que el Gobierno pretendió estigmatizar a los marchantes.
A pesar del multimillonario esfuerzo que hicieron, miles de colombianos se tomaron las calles para dejarle en claro al Gobierno, con cacerolas y consignas, que una parte de la ciudadanía no está dispuesta a permanecer en silencio.
Pero el mensaje no caló en la Casa de Nariño. El Gobierno desestimó las pretensiones de los manifestantes y abordó la discusión como un problema de orden público.
Sin importar que decenas de videos evidenciaran que las marchas fueron disueltas de manera violenta, la presidencia y sus fieles en los medios y redes dejaron las peticiones de los marchantes de lado y señalaron a quienes querían protestar de querer destruir el país.
Desde las cabinas privadas y los micrófonos estatales, el presidente Iván Duque, su gabinete y los aspirantes a ministros señalaron a Petro de ser un instigador, “un incendiario” detrás de las movilizaciones. Por su parte, el exalcalde de Bogotá —que no desaprovecha una oportunidad para asumir algún grado de protagonismo— respondió, alimentando así el temor de quienes creen a pie juntillas que es él quien provocó las movilizaciones.
Las marchas avanzaban y los videos abundaban. Con el Esmad disolviendo marchas pacíficas a piacere, pasó lo que tendría que pasar: un muerto. En la era de las cámaras en todas partes, no hizo falta mucho tiempo hasta que viéramos un asesinato casi que en directo. Dilan Cruz, un joven de apenas 17 años fue la víctima de un policía que disparó a la cabeza sin que mediara provocación alguna. Todos lo vimos.
Pese a las pruebas incuestionables de un exceso de la Fuerza Pública, el presidente sacó un trino más de su carpeta de condolencias prefabricadas y sanseacabó. No hubo petición de disculpas, no hubo propuesta de reparación, petición de sanciones o siquiera una revisión de los protocolos del Esmad. Dilan murió y no significó nada para el jefe de Estado.
El último episodio corrió por cuenta de la gestión del paro. Convocar a una gran conversación nacional motivada por un paro diluyendo la legitimidad de los organizadores del mismísimo paro, en los términos del presidente y no de quienes convocaron al paro, muestran que ese diálogo del que tanto se precia Duque no es más que un engaño. Uno como el que hace ya cerca de dos años mostraba al Centro Democrático como un moderado.
Para algunos puede ser una sorpresa, pero las últimas semanas dejaron perfectamente claro que Iván Duque es un radical con maneras de seminarista.