Autor: Guillermo Palomino Herrera
El pasado 8 de octubre, en la sede madrileña de Casa de América, se realizó la presentación oficial a los medios de comunicación de la nueva novela de Vargas Llosa, titulada Tiempos Recios. Llegada la hora de la ronda de preguntas, una periodista le planteó una absurda interrogación al escritor peruano, como las que son casi habituales en estos tiempos; la periodista le preguntó si él había escrito conscientemente el libro como un “mapa cultural y político” para que los escritores futuros pudieran “relevarlo” y luego escribir novelas sobre los dictadores y las dictaduras actuales de América latina.
El novelista le respondió de una manera brillante y lúcida (y creo que con su respuesta nos entregó las claves para comprender la profunda diferencia que existe entre el Vargas Llosa escritor y el intelectual), le explicó que de ninguna manera él había planeado construir un “mapa cultural y político”, porque para eso hubiese realizado “una declaración política, dado una conferencia” o escrito un artículo de opinión; su único fin al escribir la novela –le aclaró a la periodista- fue el de organizar esas pequeñas huellas que proliferan en la realidad y que resultan tan estimulantes para la inventiva.
Su respuesta, en apariencia sencilla, es clara y contundente, puesto que, implícitamente, le da una tremenda lección a los periodistas culturales y a esos críticos literarios que aún no alcanzan a comprender que el proceso creativo es un ejercicio lúdico y mayoritariamente inconsciente, y que aquel no se guía por esquemas ni bosquejos preconcebidos que pretendan alcanzar objetivos políticos o de otro tipo.
Y aunque efectivamente las novelas de Vargas Llosa sean eminentemente políticas, sus ideales, sus aciertos y defectos en ese campo no terminan afectando la voluntad imaginativa y ficcional de sus novelas, pues, para el novelista, aquellas –sus posiciones políticas- no son ni anteojeras ni camisas de fuerza para que pongan freno a su imaginación creadora.
Esa es la razón por la que muchos –incluso los que estamos en posiciones diametralmente opuestas en el terreno político- leemos con notable avidez sus novelas; sin embargo, el desconocimiento de esa diferenciación es la razón principal por la cual muchos que están alineados con nuestra posición política -es decir, contraria a la del peruano- no leen sus novelas. Lo que, a mi juicio, es una verdadera estupidez, que solo se explica por el dogmatismo rampante que sigue cultivando una buena parte de la izquierda latinoamericana.
Pero, regresando a su nueva novela –que al fin y al cabo es el acontecimiento que nos tiene aquí-, no podría haber sido escrita, como lo dijo el propio escritor, sin la precedencia tutelar de su novela La fiesta del chivo, una ficción muy parecida a la de Tiempos recios, tanto en sus temas (recuerde el lector el tan famoso y recurrente leitmotiv del dictador para los escritores del Boom) como en su estructura formal, que, en este caso, se ve afilada por la maestría que otorgan los muchos años de oficio.
El país entorno al que gira gran parte de los acontecimientos narrados en Tiempos recios no es otro que Guatemala; la época histórica –a la que Vargas Llosa se ciñe, pero a la que no es totalmente fiel, pues su libertad creativa le permite ficcionalizar los detalles- es la vivida por los primeros representantes de la modernización democrática de aquel país: Juan José Arévalo y Juan Jacobo Árbenz.
Este último personaje forzado a renunciar por, como lo dice en su último discurso como mandatario el domingo 27 de junio de 1954, “haber tenido que luchar en condiciones sumamente difíciles” contra los intereses “financieros de la United Fruit Company y de los otros monopolios norteamericanos”, que, temiendo que los demás países latinoamericanos siguieran el ejemplo de Guatemala y su decreto 900 o ley de reforma agraria que garantizaba un mejor acceso a la tierra y una mejor distribución de la riqueza que de ella emanara, propalaron el mito de que en Guatemala se creaba un foco de comunismo internacional.
Esa convulsión política causará un enorme cataclismo que el coronel –luego dictador- Carlos Castillo Armas aprovechará para hacerse con el poder, mientras es ayudado por la CIA y los dictadores Rafael Trujillo de Republica Dominicana y Anastasio Somoza de Nicaragua.
Sus días como dictador no fueron muchos, puesto que fue asesinado el 26 de julio de 1957, tres años después del golpe de Estado; de manera que, en resumidas cuentas, en esta historia no hay ganadores distintos a los intereses del capital, esto es de los grandes monopolios norteamericanos, pues, los presidentes derrocados, los dictadores triunfantes y luego asesinados, todos ellos fueron vencidos por esa atroz arma política al servicio del dinero que es la manipulación mediática.
Foto cortesía de: El Heraldo