Un acto de fe llamado Colombia

Gozamos con el sufrimiento humano y reproducimos el odio constantemente, a tal punto que nos creemos con el derecho a aniquilar no solo física, sino simbólica, psicológica y verbalmente al otro, sobre todo, a ese que es distinto, que piensa diferente.

Opina - Sociedad

2019-09-03

Un acto de fe llamado Colombia

Autor: Diego Jaramillo Giraldo 

 

Decía Simone de Beauvoir que el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos. Se revolcaría en su tumba de ver cómo en Colombia hemos seguido al pie de la letra, a favor del opresor, esta máxima de filosofía política que nos encargamos de aplicar a rajatabla como si fuese la instrucción de una divinidad, por supuesto católica, porque esa amarga doctrina ha influido tanto en nuestro destino, que uno pudiese afirmar sin temor a equívocos, que la Iglesia es el único Gobierno legítimo que ha tenido este intento de patria.

La filósofa Alisa Zinóvievna Rosenbaum, más conocida como Ayn Rand, escribió en una de sus más representativas novelas, Atlas Shrugged (1950), traducida al español como La rebelión de Atlas, que cuando percibamos que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, y que las leyes no nos protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra nosotros; y que cuando descubramos que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un auto-sacrificio, entonces podremos afirmar, sin temor a equivocarnos, que esa sociedad está condenada. Pareciese que Rand, en un puro acto de videncia, hubiese avizorado a una sociedad como la nuestra.

Estas frases, cual epitafios de una tierra que vive acorralada por la violencia y la corrupción, describen la esencia de una nación que históricamente ha sido dominada por élites rapaces, ideologizada por la Iglesia católica y desangrada por un conflicto intestino que muta década tras década y pareciese no tener fin, y que más bien, es exacerbado por aquellos afincados en el poder para distraernos de nuestros verdaderos problemas. Todo ello, desemboca en un rencor arraigado entre las clases menos favorecidas de un país que, a su vez, cuenta con una distribución de la tierra escandalosamente inequitativa y unos índices de pobreza y subdesarrollo que supera con creces a sus similares de América Latina, y el resto del mundo.

Según el Informe Radiografía de la Desigualdad publicado por OXFAM en 2017, Colombia es el país más desigual de la región, ubicándose en el primer lugar del ranking de desigualdad en la distribución de la tierra, seguido por Perú. “Y es que en Colombia el 1 % de las explotaciones de mayor tamaño, maneja más del 80 % de la tierra, mientras que el 99 % restante se reparte menos del 20 % de la tierra”. Además de ello, el informe concluye que “la radiografía de la desigualdad que muestra el último censo agropecuario en Colombia no deja lugar a dudas. De cualquier otra forma que se mida, la concentración de la tierra es hoy muy superior a la que existía en la década de 1960, cuando se comprendió que una distribución más equitativa de la tierra no solo era una cuestión fundamental de justicia sino también de eficiencia productiva”.

Pero lo que más aterra de esta historia de ignominia, es que somos los mismos colombianos, que padecemos a diario la falta de oportunidades, la inequidad vergonzante y el sometimiento y tiranía de unos pocos, los que validamos estas prácticas y damos continuidad a líderes políticos que no poseen mayor mérito, que ser herederos o contar con el apoyo de cacicazgos regionales que buscan sostener sus márgenes de influencia y dominio, a costa del interés colectivo. Políticos que aprovechan su posición para ampliar sus márgenes de poder y los de sus grupos cercanos, aumentando las brechas en cuestiones de igualdad, acceso de oportunidades y distribución de la tierra.

Las decisiones electorales de la mayor parte de ciudadanos están basadas más en quimeras que en realidades, en representaciones aciagas, opiniones superfluas e idolatrías, más que en propuestas sólidas o proyectos de desarrollo colectivo que apunten a un verdadero progreso con inclusión, partiendo de los problemas fundamentales del país a saber: inequitativa distribución de la tierra, deficientes sistemas públicos en salud y educación y concentración de la riqueza en unas pocas manos.

Estos señores feudales, que en pleno siglo XXI siguen gobernando un país como si fuera su hacienda, se aprovechan del desconocimiento y la falta de cultura política de la mayor parte de sus habitantes. Han consolidado verdaderos clanes familiares y fortines políticos, que, en nuestro débil sistema de democracia representativa, es casi una utopía derribar, más aún, con unos ciudadanos desinformados y sometidos por olas de indignación creadas como cortinas de humo para soslayar los problemas estructurales del país.

Como sociedad, no tenemos un pasado del cual sentirnos orgullosos. Pues si bien, tuvimos la fortuna de no caer en una dictadura radical, como las que han vivido a lo largo de su historia algunas naciones de la región como Argentina, Brasil, Chile, Uruguay o Paraguay, nuestra democracia ha sido más un acto de fe que un verdadero sistema de pesos y contrapesos. Sí, una democracia que más bien ha sido un poder intercalado entre los mismos de siempre, eso que llamamos partidos políticos tradicionales, pero que no son más que caldo de cultivo de rufianes que han saqueado el erario y le han entregado los recursos naturales que son nuestra mayor riqueza, a compañías y conglomerados internacionales que, sin ninguna retribución a nuestra sociedad, extraen, roban y arrasan con nuestro patrimonio biológico y ambiental, dejándonos en el horizonte un futuro poco prometedor.

La mayor parte de nuestros gobernantes, no han sido más que pendencieros ególatras, que pretenden imponer sus intereses, con el apoyo de masas enardecidas e iracundas en cuyas estampidas ideológicas, pretenden restar derechos a los colectivos más vulnerables e invisibilizados. Para sumar a nuestra desgracia, quienes nos gobiernan, tienen la capacidad de crearnos enemigos de oropel, como en un verdadero acto teatral sin fin, para un público mezquino que no tiene la posibilidad de discernir cuando le muestran la verdad o lo engañan vilmente y que, además, no posee el contexto histórico de los grandes conflictos sociales que aquejan la nación, sencillamente, porque no le interesa.

Somos un país sin memoria, que repite incesantemente sus fatalidades y oculta sus verdades más fundamentales. Además de ello, nos dejamos distraer con medidas populistas creadas en laboratorios para manipularnos como autómatas cuya capacidad de raciocinio ha sido secuestrada. Hemos acumulado más desaparecidos, que cualquiera de las dictaduras del cono sur y, sin embargo, esto no conmueve a los inermes espíritus que prefieren callar ante una realidad innegable. Estadísticas del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), contabilizan cerca de 83.000 personas desaparecidas entre 1958 y 2018. En su novela más insigne, nuestro único Premio Nobel de Literatura, plasmaba como en una visión que se repite, un panorama dantesco de nuestra realidad “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”.

Somos adictos a la desdicha. Gozamos con el sufrimiento humano y reproducimos el odio constantemente, a tal punto que nos creemos con el derecho a aniquilar no solo física, sino simbólica, psicológica y verbalmente al otro, sobre todo, a ese que es distinto, que piensa diferente. Nos causa escozor concebir que este país pueda tener un destino diferente a esta historia de guerra y saqueo a la que hemos estado sometidos durante décadas.

Si miramos el presente, tampoco encontramos vastas esperanzas, pues nuestros más recientes gobernantes, incluso el actual, han sabido llevar de la mano a todo un país, a su debacle. Literalmente escogimos un personaje sin la más mínima idea de liderar un proyecto político de nación que nos lleve a la reconciliación. La mayoría de los colombianos prefirieron escoger bajo el yugo del miedo, un partido político cuya principal misión es destrozar un acuerdo de paz que representaba nuestra posibilidad de empezar a transitar un largo y complejo camino hacia el perdón y la reconciliación.

Y para acabar de ajustar semejante infortunio humano, la indignación y el enojo han despedazado cualquier posibilidad de construir un debate nacional serio y concienzudo, que nos abra el camino a nuevos destinos y rutas de progreso para un país que clama a gritos una realidad diferente y con mayores oportunidades para sus comunidades, sobre todo para aquellos que han sido víctimas de los azares de este largo y detestable conflicto.

En medio de esta vorágine de desventura, solo queda soñar con un futuro un poco más prometedor. Esperar que las nuevas generaciones se ilusionen con un país mucho más esperanzador, libres del yugo y la tiranía de las doctrinas religiosas, abiertos a nuevas maneras de comprender la vida y lo humano, respetuosos de la democracia y la diferencia, conocedores de su historia, defensores de la memoria y conscientes de que son ellos con sus acciones y una ética de lo público y lo ciudadano, los actores que cambiarán el rumbo y la historia de este acto de fe llamado Colombia.

 

Fotografía cortesía de Álvaro Ybarra Závala.

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Diego Jaramillo
Comunicador Social y Periodista, Especialista en Estudios Políticos y Magíster en Comunicación. Me apasiona la literatura y la escritura en todas sus formas.