Autor: Cristian Prieto Ávila
Antes de nacer heredaron la guerra. En el norte del Cauca, el norte de Santander, el nordeste antioqueño; en el sur, oriente y occidente de Colombia, sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, murieron. Bueno, los mataron. Y con ellos se fueron las historias y se amañó el silencio. El sol no dejó de salir y los nietos se hicieron líderes.
Desde 2018, de acuerdo con Somos Defensores, 805 líderes sociales fueron víctimas de violencia y 196 fueron asesinados.
Es una masacre de quienes comprenden el conflicto y defienden su territorio. Al ser un obstáculo que le impide, a no sé quién, ganar el control de negocios como el narcotráfico.
En elecciones regionales su territorio es un campo de batalla. Las calles quedan empapeladas de partidos. Hay comida, calendarios, gorras y camisetas: todo gratis, incluso la traición, el riesgo y la matanza. La venta de sus territorios y la disputa de intereses.
Pero las reglas cambiaron. Ya no convencen a los líderes, los matan. En plena diseminación del miedo, la gente, del pueblo al que le arrebataron su defensa, huye a las urnas confundida, o las evita. Sin darse cuenta de que importa más un voto, que la vida. Porque desprovistos de un líder que luche, ya no interesarán ni serán escuchados. Hasta que todo vuelva a ser gratis de nuevo.
Luego, la política se retirará sin comprender que los asesinados eran líderes. No para ser elegidos, sino porque nunca nominaron de candidata a la guerra.
Sin considerar que no les interesaba llegar a la cima de la pirámide, sino quedarse con los suyos para gobernar sin Estado y, por lo tanto, sin democracia. Resistían, como sus abuelos y los abuelos de sus abuelos, en pleno olvido.
Foto cortesía de: El Espectador