Autor: Germán Ayala Osorio
Cualquier examen internacional que se quiera hacer hoy al proceso de implementación del Acuerdo de Paz de La Habana deberá tener en cuenta, inexorablemente, dos factores claves: el primero, la postura asumida por el presidente de la República frente a lo firmado en el Teatro Colón; el segundo, el ambiente de hostilidad que el llamado “uribismo” recrea, motiva e inspira en sectores de poder legal e ilegal.
Los hechos son tozudos: el asesinato sistemático de lideresas y líderes sociales, defensores de derechos humanos y del ambiente dan cuenta de una situación alarmante en materia de derechos humanos y libertades ciudadanas.
Hay en estos crímenes un patrón ideológico y político que bien puede hacernos pensar en que el país afronta un genocidio político1 que, si bien no puede asociarse exclusivamente a la intención de desaparecer a los miembros de un partido político como ocurrió con la Unión Patriótica (UP) entre los 80 y los 90, sí está conectado con la defensa del proceso de paz de La Habana, con el ideal de “pasar la página de la guerra” y con una idea de desarrollo económico que se opone a la megaminería, al modelo de producción agroindustrial de la gran plantación y a una ganadería extensiva de baja productividad, pero con fines de especulación inmobiliaria.
Es decir, estamos ante una práctica genocida social y políticamente sostenida en el enfrentamiento ideológico y político profundamente anclado al espíritu de la política de defensa y seguridad democrática ejecutada entre 2002 y 2010.
Fue la seguridad democrática la que inspiró y sirvió para perseguir, torturar y desaparecer a todo aquel que pensara distinto o se opusiera a esa forma de desarrollo a todas luces insostenible desde la perspectiva socioambiental y política.
Esa misma práctica genocida nace del ambiente de hostilidad que el país arrastra desde 2002 y que se alimenta del discurso ambiguo o del doble discurso que exhibe el Gobierno de Iván Duque Márquez, al momento de hablar de paz.
Frases como “paz sí, pero no así” y “ni trizas, ni risas”, no solo sirven para dar cuenta del ambiguo discurso del presidente de la República, sino del talante de un jefe de Estado que asume el tratado de paz firmado durante la administración de Juan Manuel Santos (2010-2018) como un asunto de Gobierno y no de Estado.
Baste con señalar el episodio en el que Duque Márquez desconoció los protocolos firmados con el ELN durante el desarrollo de la mesa de diálogo que se instaló en Cuba, para darnos cuenta de su confusión conceptual y del desdén con el que asume el proceso de implementación.
Ahora bien, frente a los asesinatos de los excombatientes, que ya superan los 100, hay que estar atentos pues, de continuar el exterminio, entonces el país nuevamente vivirá las circunstancias en las que se dio el genocidio de la UP.
Quizás cuando los miembros de la cúpula del hoy partido político Farc sean ultimados por la extrema derecha, entonces el país político y los jueces empezarán a reconocer que, nuevamente, un partido político en Colombia fue exterminado con la anuencia del Estado.
En esas circunstancias contextuales será muy difícil avanzar en el proceso de implementación del Acuerdo Final II. Los observadores internacionales y las misiones que hoy vengan a evaluar la reincorporación de los exfarianos deberán no solo tener en cuenta elementos cuantitativos asociados a proyectos productivos que estén caminando, y a los avances en el Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición; sino cualitativos, anclados profundamente al ambiente de hostilidad y de animadversión a todo lo que huela a paz que motiva e inspira el partido de Gobierno, y su “líder” máximo, Álvaro Uribe Vélez.
Lo ocurrido con las 16 curules para las víctimas y el entonces proyecto de Ley Estatutaria de la JEP es suficiente para entender que el actual Gobierno, con sus bancadas en el Congreso, no está interesado en cumplir con lo acordado en La Habana.
Además, tanto Duque como Uribe, el principal enemigo de la paz en Colombia, cuentan con el apoyo de importantes sectores de poder económico del Régimen a quienes no les conviene, por ejemplo, que lo acordado en el punto de la reforma rural integral se cumpla, en particular en lo que tiene que ver con la devolución de tierras a las víctimas de un largo proceso de despojo rural ejecutado por fuerzas paramilitares en contubernio con narcotraficantes y funcionarios estatales (civiles y militares).
De igual manera, terratenientes, hacendados, ganaderos y empresas agroindustriales se oponen a la actualización del catastro rural porque no solo no quieren pagar lo que corresponde al impuesto predial, sino que no les conviene que se descubran los testaferros que usan para encubrir el proceso de concentración de la tierra del que participan de tiempo atrás, pero en particular el que se impulsó desde el 2002. De acuerdo con el índice de Gini, la concentración de la tierra en pocas manos para ese año alcanzaba el 0.85.
Por ese camino entonces, los países garantes del proceso de paz deben examinar con lupa lo que viene sucediendo en Colombia. Es evidente que la construcción de la paz en las condiciones acordadas en La Habana está en riesgo.
El negocio de la guerra
A lo ya señalado en líneas atrás hay que sumarle los intereses que tienen agentes locales y extranjeros en la extensión del conflicto armado interno. Sin duda, la negociación política de La Habana afectó los negocios de los señores de la guerra instalados en Colombia y con conexiones con fabricantes de armas y pertrechos para la guerra, incluyendo, por supuesto, a las industrias militares de los Estados Unidos e Israel. Y claro, a la misma industria colombiana, Indumil.
Este sector de poder económico y político debe estar interesado en el fracaso del proceso de implementación del Acuerdo Final II y en la consecuente desbandada de exmilitantes farianos que, cansados de los incumplimientos por parte del Estado, decidan conectarse con las llamadas disidencias de las Farc o quizás, terminen haciendo parte de los GAO (Grupos Armados Organizados), reconocidos así en el discurso castrense.
Mientras los observadores internacionales visitan los ETCR, en las condiciones impuestas por el Gobierno de Duque y conocen los informes oficiales de instituciones como el CINEP y el instituto Kroc, entre otras fuentes, deben tener en cuenta los intereses que tienen los señores de la guerra, nacionales e internacionales, en la extensión del conflicto armado interno en el país. Este asunto no es menor.
Elecciones regionales, claves para la paz o para la guerra
Como el interés del uribismo y del Gobierno de Duque es torpedear el proceso de implementación del Acuerdo Final, en las próximas elecciones regionales harán todo lo posible para hacerse con alcaldías y gobernaciones para obstaculizar la construcción de una paz estable y duradera.
Ese escenario electoral necesitará de la vigilancia internacional, más allá de los observadores habituales que siempre llegan al país para acompañar jornadas electorales.
La vigilancia debe ser postelectoral por cuanto en los territorios periféricos la institucionalidad estatal es débil, precaria o deviene capturada por mafias de diverso tipo.
Es allí en donde se necesita el acompañamiento internacional, si de verdad los países europeos que vienen apoyando y aportando recursos al “posconflicto” desean que en Colombia haya una paz estable y duradera.
No copar los territorios dejados por las antiguas Farc-Ep hace parte de la estrategia de élites locales, regionales y la élite bogotana para extender en el tiempo una interesada debilidad estatal, al tiempo que se establecen los pactos con fuerzas ilegales para implementar en esos territorios proyectos mineros, agroindustriales y ganaderos.
Dichas circunstancias y actividades explican muy bien lo que viene sucediendo en el país en materia de deforestación de zonas selváticas en las que, por largo tiempo, esa guerrilla hizo presencia y de alguna manera protegía la biodiversidad que hoy está amenazada.
De igual manera, las misiones internacionales que evalúen hoy el proceso de implementación deberán establecer serios mecanismos de seguimiento a los dineros que este Gobierno viene recibiendo para la paz y el posconflicto.
Y es que las dudas aparecen por dos motivos: uno, la corrupción en Colombia y su legitimación social y política que inspira el uribismo (ethos mafioso); y el segundo, el doble discurso de un presidente que en el exterior dice que apoya el proceso de implementación, mientras que en el tiempo que permanece en el país, muestra más interés en los problemas de Venezuela que en los desafíos que enfrenta el cumplimiento de lo acordado por el Estado en La Habana.
1- Que se dé a cuenta gotas el asesinato de líderes y lideresas sociales no impide que mañana se hable de un genocidio político. Estaremos ante un genocidio político postacuerdo.
Foto cortesía de: EL Espectador
Uribe, a través del presidente que logró imponerle al país con su partido corrupto, ha hecho de manera descarada, lo que a él le gusta, la guerra. Y lleva a Colombia al abismo sin que el pueblo reaccione porque sabe engañar y ponerse el disfraz de cordero cuando es el lobo feroz dd ña guerra.