Autor: Javier Hernando Santamaría
No nací en Santiago de Cali, pero llevo viviendo en esta ciudad desde los 10 años tras emigrar de tierras tolimenses. Amo esta ciudad y me siento vallecaucano como cualquier raizal, por eso me apesadumbra verla en el caos en el que se ha convertido la otrora llamada sucursal del cielo.
No deja de experimentarse desazón al transitar por el centro de la ciudad, totalmente atiborrado de vendedores ambulantes, y carros parqueados sin ningún tipo de control, al punto de obligar al peatón a tomar el riesgo de transitar por la calle vehicular, sorteando el peligro inminente de ser atropellado por algún desaforado al volante.
Las basuras pululan en cada esquina, callejones y laderas de los caños de aguas residuales, dando el aspecto de una ciudad abandonada, por la que nadie parece condolerse, ni la siente suya.
Del arraigado civismo que nos caracterizó décadas atrás y que fue ejemplo para otras capitales colombianas, solo queda el nostálgico vestigio de unas fotografías de archivo en los periódicos, y que dan cuenta fehaciente de eso que hoy llaman cultura ciudadana.
Contrariamente hoy reina la intolerancia, el afán de pasar por encima del otro al abordar el vituperado servicio de transporte masivo, nada importa el adulto mayor que trata de sostenerse en medio de la multitud, la mujer afrodescendiente con el niño en brazos, la embarazada, total la guerra es por una silla que garantice mi comodidad, el otro nos importa un soberano rábano y si alguien se atreve a chistar, se arman tremendos tropeles, esos de cuchillo y revólver, que ya han dejado víctimas.
El accionar de la delincuencia no da tregua, asaltos a mano armada a cualquier hora del día y en cualquier sitio de la ciudad, las cifras de criminalidad parecen que ya no nos espantan, acostumbrados estamos a esta recalcitrante violencia, a este discurrir azaroso en medio de trancones vehiculares, un maremágnum que se trata de enmascarar con festivales, feria decembrina y clásicos futboleros.
El desempleo sigue en aumento, la desesperanza reina entre los menos favorecidos, a la que se une la horda de emigrantes venezolanos dedicados a la mendicidad en cada semáforo de la ciudad. Duele ver cómo aniquilan sin compasión a uno de los afluentes más emblemáticos de la ciudad: el río Pance.
Se avecina un nuevo periodo electoral en el que los caleños elegiremos al nuevo alcalde que regirá los destinos de Cali; desde el año pasado hemos empezado a ver desfilar a los distintos candidatos que le apuestan a suceder al señor Maurice Armitage.
Casi todos los candidatos han optado por untarse de pueblo: abrazos efusivos, besos vienen y van, se toman selfies encantadoras con cuanto parroquiano se topan en el camino.
Han visitado barriales olvidados por el mismo olvido, los community manager se apresuran a publicar en redes sociales cuanta foto o video denote su genuino altruismo, tanto con personas en alta vulnerabilidad como con animales abandonados.
No todos hablan con propiedad de los problemas de la ciudad, algunos recitan el discurso con pomposa elocuencia y abogan por un cambio, por un mandato libre de corrupción y cuyo empeño principal es sacar a Cali del socavón en el que se encuentra sumida, tras consecutivos mandatos nefastos y despilfarradores.
Desde los 10 años vengo escuchando las mismas esperanzadoras y trilladas promesas, esas que, al finalizar el cuatrienio, en su mayoría se les escurren como el agua entre las manos. La corrupción sigue haciendo de las suyas.
Roberto Rodríguez, Alexánder Durán, Michel Maya, Roberto Ortiz Urueña, Jorge Iván Ospina Gómez y Alejandro Éder Garcés, son algunos de los candidatos que aspiran a llegar a la codiciada Alcaldía de Cali.
Las encuestas favorecen, por el momento, a 2 de los candidatos, uno de ellos ya fue alcalde de nuestra ciudad y quiere repetir la tarea; el otro espera que esta vez las consabidas maquinarias políticas predominantes, no le vuelvan a meter zancadilla a su vehemente propósito de regir los destinos de Santiago de Cali.
Las alianzas políticas de último momento pueden cambiar el panorama electoral en un abrir y cerrar de ojos, algunos medios de comunicación no disimulan sus inclinaciones políticas y procuran manipular la opinión pública a su antojo.
Es nuestro deber como ciudadanos, como caleños, raizales o por adopción, y si amamos en verdad a nuestra ciudad, a este malquerido terruño, no mantenernos al margen, engrosando las estadísticas del abstencionismo. No podemos optar por vender nuestra conciencia por un billete, un electrodoméstico o un puesto burocrático.
Es nuestro deber salir a votar de manera libre y a conciencia, preservando la esperanza de que ese tan cacareado cambio que todos los candidatos prometen y prometen, sea al fin una realidad.
Foto cortesía de: Avianca