Aquí a los mandatarios locales les encanta utilizar el eufemismo “jóvenes en riesgo” para designar a un grupo, cada vez más numeroso, de pandilleros que se ha tomado las calles de la población. Sin embargo, no hay, para ellos, ningún riesgo, ni ninguna esperanza en la que no figure, en primera plana, la violencia o la muerte: no la hay porque la sociedad los obliga a vivir, a ellos y a sus padres, desde el inicio de sus vidas, en la más absoluta precariedad.
En Arjona, Bolívar, por si alguien no lo sabe, desde hace algunos años es muy común leer en los periódicos, escuchar en la radio o mirar en los noticieros de televisión los desenlaces siniestros de una guerra que nos atemoriza por su brutalidad.
Esa guerra fratricida, no es ni siquiera el producto del microtráfico o la comercialización de drogas, sino que, por el contrario, es producto del afán absurdo por delimitar el paso, por marcar territorios imaginarios, y luchar por ellos hasta morir o matar.
Esa sed de matar por la inexpugnable sin razón de defender territorios aparentes, tarde o temprano se convertirá en una verdadera carnicería de cuerpos aniquilados, de cuerpos sistemáticamente violentados por el filo demoledor del cuchillo o por el frío zarpazo de una bala.
Pues bien, me temo que ese temido momento ha llegado, en esta semana han asesinado bestialmente a más de cinco personas y varias han quedado heridas. Pero no solo eso, ellos han asesinado, para siempre, la inocencia de un pequeño niño de once años. Ellos y su estúpida guerra.
Al imaginarme el rostro de la madre de ese pequeño, descompuesta por los frenéticos espasmos del llanto, solo pude pensar, solo pude recordar una frase leída hace ya mucho tiempo, rescatada, inevitablemente, por la memoria, a causa de que fueron palabras que lograron trasmitirme, como ningunas, el catastrófico sentimiento de pérdida. Esas palabras fragmentadas, dolorosas y punzantes también fueron pronunciadas o, tal vez, vociferadas, furiosamente, por una madre que lloraba la injusta pérdida de su pequeño hijo:
“¿No ven ustedes lo que ha sucedido? Dios se ha vuelto loco”. (De una mujer armenia al presenciar la muerte de su hijo quemado vivo en la iglesia de la aldea).
Sin embargo, en este suceso que aquí, en Arjona, ya no es fortuito, porque es frecuente y desagradablemente habitual, no podemos atribuirles las culpas a ninguna divinidad, como ya estamos acostumbrados. No podemos. Las culpas, de todo lo que pasa en este panorama tan desolador, son nuestras, únicamente nuestras.
Es nuestra culpa por aceptar vivir en la más radical indiferencia; por aceptar esas desastrosas políticas sociales que nos imponen desde Bogotá; por aceptar, en suma, ser parte de una sociedad donde la violenta y el crimen —nuestras enfermedades endémicas— están a la orden del día.
Pero, también, son culpables nuestros padres, y los de ellos, por no saber qué hacer con nosotros, y con ellos. Y somos culpables nosotros mismos porque miramos a esos chicos con miedo, con odio, con diferencia. No los miramos como son, como nuestros iguales. Y cuando lo hacemos, preferimos voltear la vista a otra dirección. Y huimos despavoridos, ofendidos por su presencia; cargando con nosotros nuestra pretendida altura moral. Y ellos se quedan con nuestro rechazo. Y, entonces, vuelven a delinquir, a robar y a matar, para poder mal vivir, en su mundo, en el de las drogas; en ese del que no pudieron salir, ni pudimos sacarlos.
Foto cortesía de: La República