Hay cosas que el periodismo no sabe contar, ni explicar, ni analizar. A veces por desinterés, a veces por mediocridad, a veces por incapacidad; y a veces, casi siempre, porque el oficio va más rápido que el tiempo que debe registrar. Los medios —Donald Trump lo sabe y por eso los ataca cada semana— son el electrocardiograma de la sociedad. Tal vez esa sea la pista clave para entender por qué un huevo provoca más revuelo mediático que los hechos que definen el rumbo de la humanidad, y que deberían importarnos.
Terminó el Foro Económico Mundial como si nunca hubiera pasado. El coctel que desde 1991 reúne anualmente en Davos a los inventores de las burbujas inmobiliarias, hipotecarias y bursátiles que al estallar quiebran países y empobrecen y arruinan a miles de millones de personas dio poco de qué hablar.
A Davos, la ciudad sede, acantonada en los Alpes Suizos, solo van los que pueden: los representantes de las empresas que pueden pagar la membresía que oscila entre los 42.500 y 500.000 francos suizos, los empresarios que pueden pagar 50.000 euros por el alquiler de una casa, los banqueros, lobistas, dirigentes y diplomáticos de las principales economías del mundo, y los periodistas de algún medio reputado que conozcan las marañas del submundo económico y financiero.
Dicen que estos privilegiados se encuentran cada año para discutir seriamente —aunque Rulfo advirtiera que “la vida no es muy seria en sus cosas”— los problemas de la política y la economía global y, se supone, encontrar posibles soluciones.
El foro también tiene fama por sus excéntricas fiestas privadas. El año pasado el periodista Javier Marmisa se coló en un bacanal organizado por el multimillonario ruso Oleg Derispaska, dueño de la multinacional de aluminio En+, amigo cercano del presidente Putin, y contratista de Paul Manafort, exjefe de campaña de Donald Trump. “Esa noche de fiesta rusa, la burbuja que más abundaba —y afectaba la cabeza de los invitados— era la del champán. No faltaba de nada. Rebosaba el caviar y el queso gruyer, postres de frutas, mousse de pato y mucho, pero mucho alcohol”, escribió Marmisa.
No lo dicen —y nunca lo dirán—, pero los asiduos asistentes al foro económico han concluido que la única solución posible a nuestros problemas es buscar un término diferente para nombrar el mismo problema o inventarse un nuevo dolor de cabeza.
Los bramidos independentistas que se escuchaban en Cataluña, los bipolares precios de la energía y las burbujas de mercados como el Bitcoin fueron los temas más comentados el año pasado porque “podrían afectar al bienestar de la población mundial”.
La desaceleración económica mundial, la tiranía del sector financiero, la revolución tecnológica, las crisis de gobernabilidad, y el proteccionismo nacionalista de Trump que reta a la economía china y amenaza la globalización del comercio, marcaron la agenda de este año; desdibujada por la ausencia de quienes más material han aportado para las portadas este año: el delirante Trump que se quedó en casa pujando con el Senado que no quiere liberarle el dinero necesario para construir su muro imaginario; Emanuel Macron que hace malabares por toda Francia para ganar el aplauso de los indignados chalecos amarillos; y Theresa May que trata de solucionar un acertijo inventado por solapados maniáticos.
Davos ya no genera expectativa. Ahora la globalización ni siquiera seduce ni entusiasma a quienes la inventaron. Davos fue convertido en una feria elitista donde los Presidentes ofertan sus países e hipotecan el porvenir de sus ciudadanos. Bolsonaro, debutante en este tipo de reuniones, intentó seducir a los inversores del mundo mundial afirmando que: “Si Dios está por encima de todo, eso nos permitirá que nuestras relaciones sean buenas para todos (…) Quiero dejarles claro que la izquierda no va a prevalecer en Latinoamérica, lo que es muy positivo para la región y para todo el mundo”.
Davos tampoco es motivo de esperanza. En 2018 la riqueza de los multimillonarios incrementó 900.000 millones de dólares, más de lo que produce un país como España en un año. La riqueza de los 3.800 millones de personas que componen la mitad más pobre de la población mundial se redujo un 11%. Con el pasar de los años la riqueza la acaparan menos manos: el año pasado 26 personas poseían la misma riqueza que 3.800 millones, en 2017 esa cifra era de 43 personas.
Que haya un descontento por las promesas incumplidas del liberalismo y la expansión de las brechas de desigualdad poco importa en Davos. El neoliberalismo intenta decirnos con cifras que ya dio todo lo que podía dar. Eso es lo que realmente preocupa a quienes lo único valioso que han hecho en su vida es hacer más dinero con todo su dinero.
La política ya no puede solucionar nada, solo puede ser cómplice. No solo porque tenemos muy buenos candidatos y pésimos gobernantes, sino porque la economía lo controla y lo domina todo. Quien tiene la plata pone las reglas y las condiciones. Antonio Negri lo recalcó recientemente: cada vez más el neoliberalismo tiene que asumir una posición autoritaria y recurrir a actos de fuerza para seguir avanzando. De esos actos también se habla en Davos. No es un secreto que los políticos les mienten a los periodistas y al verse en los medios creen en lo que dicen. Lo alarmante es que el periodismo no haya entendido que donde más cosas trascendentales pasan es donde los políticos dicen que no pasó nada.