No es solo la comuna 13, es la ciudad. Es la ciudad que nos hace creer que es solo la comuna 13. ¡Es la ciudad! Es esa ciudad que quiere una operación Orión ¡Para toda la ciudad! #MeDueleMedellin
Desde hace siglos, a los sectores periféricos de las ciudades, se les ha asociado con formas de habitar el entorno urbano por debajo de los estándares que se preconiza como propios de la misma ciudad o pueblo.
Proclamar ser monteriano, caleño, barranquillero o bogotano, cuando se lo expresa como signo de pertenencia, lleva aparejado un cierto sentido de centralidad. Es decir, si alguien declara ser bogotano muy probablemente espera que en su interlocutor emerja la idea de una Bogotá central, llena de edificios o entornos lujosos a la manera de algunos parajes del norte de la capital; pero en ningún caso esperará que se le asocie con los barrios del sur, El Cartucho o Las Cruces.
Ese imaginario, se ha arraigado gracias a los discursos moralistas e higienistas con los que se han configurado nuestras ciudades. En efecto, se daba por sentado que, como se decía no hace mucho, en aquellos barrios abundaban los “vagos y malentretenidos”, que eran a la vez foco de enfermedades y degradación moral. En contraste, las enfermedades y degradación moral, no menos frecuente en los barrios ricos, se disimulaban bajo el manto del pudor, la dignidad o el respeto a la vida privada. Y sí, vida privada y respeto parecen ser mercancías que se compran a punta de dinero o estatus.
A propósito de la coyuntura violenta que atraviesa Medellín en la actualidad (cuando aquí se dice Medellín, se alude a toda la ciudad, y no solo a un barrio o sector) se habrá advertido que no se precisa ser habitante de la Comuna 13 para que propios y extraños se sientan autorizados a opinar sobre lo que sucede en las calles de ese sector del centro-occidente de Medellín.
Es claro, que lo mismo acontece con otros barrios y sectores mal llamados “marginales” en diversas ciudades del país. Tal parece, que después de pronunciarse el nombre de tal o cual barrio, digamos Rebolo, Ciudad Bolívar o Aguablanca tuviéramos el deber de la compasión o aún peor, de la lástima o la mueca despreciativa del que se piensa “a salvo”.
Es obvio que en sectores como Manrique, Castilla, el Centro, Guayabal, Altavista o la Comuna 13, la vida cotidiana está alterada por una serie de hechos relacionados con las dinámicas de la delincuencia común, en particular, por el accionar de bandas armadas, integradas en su mayoría por jóvenes habitantes de esos mismos sectores empujados a la violencia en medio de aquel mundo, en el que crecen signados por la precariedad económica, emocional y afectiva.
Resulta interesante desprender por un momento la vista de aquellas miserias tan fácilmente reconocidas desde afuera en esos barrios, volviendo la mirada sobre muchos activistas del ciberespacio que dicen lamentar lo que allá sucede y, para muestra de su actitud consecuente, se unen a todo tipo de slogans y campañas, eso sí, virtuales.
Tal vez ahí podamos encontrar una de las claves en las que se sustenta la realidad de señalamiento, estigmatización y cosificación de esas “zonas de peligro” y miedo que, por serlo, validan el “remedio” de siempre, consistente en administrar una buena dosis de fuerza bruta, aunque, claro está, lamentando que resulten algunos daños “colaterales”.
Quizá no nos damos cuenta de que esa lógica de señalamiento y estigmatización sobre los barrios populares alimenta sin cesar la noción perversa de un ustedes y nosotros. Ese dualismo (ustedes-nosotros) hace que los hechos de violencia sean registrados y asimilados desde una óptica distorsionada y perniciosa en la que un territorio aparece como representante universal de la violencia y el dolor. Con lo cual, a pesar de que muchos sectores de la ciudad padecen problemas de seguridad, todo parece resumirse, para el caso de Medellín, en lo que sucede en la Comuna 13.
Lo más problemático es que esa sobre exposición del territorio, como coordenada cero de males, que en realidad aquejan a toda la sociedad, impulsa la tentación populista de desplegar políticas de seguridad que en todo momento busca chivos expiatorios y golpes mediáticos orientados en realidad a ganar popularidad y votos.
No hay que olvidar que la Operación Orión fue el experimento inicial de la política de seguridad de Uribe, lo que abrió profundas heridas y dolores, que hasta el día de hoy, no han sido restañadas. Ahí está La Escombrera como recordatorio y ejemplo.
Imagen cortesía de Mar de Fueguitos.
Excelente! Parece haber en todos, una naturaleza de exterminio a lo que «afea» y altera la «civilidad» de nuestras ciudades… de ahí en parte la pasión por la herencia de la «seguridad democrática»