El grito de gol de los narradores colombianos contrastó con el silencio de casi 60.000 espectadores en el monumental de Argentina el 5 de septiembre de 1993, cuando la selección Colombia le anotó cinco goles a la Selección Argentina por las eliminatorias al Mundial de Estados Unidos 1994. El positivismo se apoderó del país y nos convencimos de ser los próximos campeones del mundo, incluso mucho antes de haber jugado el primer partido. Resultado: ¡papelón! Eliminados en primera ronda ante rivales de aparente menor calidad y tras cometer errores infantiles.
Los expertos concuerdan al decir que los años 90 tuvieron dos grandes momentos para la historia del balompié colombiano. Un empate en primera ronda ante Alemania, selección que luego se coronó campeona del mundo en 1990, y el 5 – 0 frente a Argentina en el estadio de River Plate. Nunca fuimos campeones. Dos hazañas importantes entendiendo el contexto de la época, pero que nunca fueron argumentos contundentes como para aspirar a ser campeones del mundo. Aun así, e impulsados por el 5 – 0, nos colamos como candidatos al título en el 94, y hasta Pelé aseguró que teníamos con qué. Para ese mundial hubo de todo: amenazas de narcotraficantes al combinado nacional y fue asesinado el gran defensor central Andrés Escobar, quien metió un gol en propia puerta en el mundial.
Estos hechos demuestran como el balompié nacional ha ido de la mano con nuestra realidad patria. En 1993, el país vivía una grave situación por culpa de los carteles de la droga, la filtración de sus dineros en la campaña de Ernesto Samper, y la expansión paramilitar auspiciada por las Convivir, hacían de Colombia un país en vía de ser un Estado fallido.
Fue quizá el 5-0 un gran chivo expiatorio para la crueldad que se vivía en la época. Depositar la fe en once jugadores de fútbol se ha constituido en un elemento de unidad nacional mucho más poderoso que la adhesión a los partidos políticos o a la causa de la guerra interna, sin importar el bando. Se equivocan los siempre infalibles intelectuales al subestimar el poder del fútbol, y de la Selección Colombia en este caso, como símbolo de unidad nacional. Puede ser síntoma de un estado débil, o quizá uno no deseable. Pero negar la capacidad que tiene el deporte como vehículo de unidad y transformación, como ocurrió en Sudáfrica, con la selección nacional de rugby, es apostarle a la amargura y negar nuestro folclor.
Este año coincide la contienda electoral con el Mundial de fútbol de Rusia. Ojalá el populismo de derecha que ahora se inventó el fantasma del castrochavismo –ya que las profecías sobre la toma del poder de las FARC después del proceso de paz se diluyeron– y el populismo de izquierda que se inventa todos los días recetas instantáneas de felicidad, comprendan que un país no se transforma de la noche en la mañana, tal y como no se gana un mundial de fútbol tras un buen partido.
Nos demoramos doce años en volver a un mundial, para tener como objetivo participar lo más seguido posible, para ojalá dentro de poco tiempo contemplar la posibilidad de ganar la copa del mundo. No es descabellado, y sugiero ir contemplando el objetivo desde ya a quienes leen esta columna.
Recién hace un año firmada la paz, no es prudente cantar la victoria del posconflicto, y con mesura, como la que no tuvimos en el 1993, deberíamos reflexionar sobre quién recaerá la responsabilidad de consolidar la paz. Ya veremos cómo en la medida que el equipo de Don José Néstor avance en Rusia en verano, tal y como no pudo hacerlo Napoleón, ni Hitler en invierno, las banderas de la polarización se distenderán para darle paso al pabellón nacional, ojalá todos ahogados en gritos de gol.