Las mayorías del electorado colombiano han sido hasta el presente una especie de animal enfermo que se arrastra agónico de elección en elección y nunca muere. Quien haga el experimento comprobará que después de preguntarle al colombiano promedio si en el país ha prevalecido la democracia, a juzgar por la oportunidad de concurrir a las urnas, le dirá que no. Que aquí se restringe el derecho (y la oportunidad de voto) porque la democracia es precaria o limitada.
Nada más falso. En Colombia ha existido una especie de compulsión política dirigida al voto que casi no tiene parangón con otros países de la región. Otro problema muy diferente es el de la abstención, aquella (la abstención) casi tan patológica como la misma “oportunidad” de concurrir a las urnas.
El problema ha consistido en que si bien la institucionalidad política desea el voto, lo que no quiere es que el pueblo vote por el que quiera, autónomamente. Es decir, la institucionalidad colombiana –y aquí entra el chiste de siempre sobre la “democracia más antigua del continente»– está diseñada para que se la vote, pero no para que ese mismo voto niegue eventualmente su legitimidad.
El mecanismo de semejante fenómeno es a la vez intrigante y desolador. Para que funcione se ha invertido en él una mezcla de guerras civiles, inequidad social y una forma de plutocracia institucional con agentes bien preparados para el manejo político. En la práctica una suerte de aristocracia inducida para el manejo del negocio. Duque es muestra patente de ello, con el problema de que la institucionalidad está nerviosa con él.
Esta dinámica posee ritmos y plazos largos, como el bipartidismo que se sucedía a finales del siglo XIX y principios del XX en períodos que podían durar décadas (piénsese en la Hegemonía conservadora de cincuenta años precedida por la República Liberal que duró “apenas” quince), y tiempos cortos como los que se sucedieron durante la llamada Violencia, cuyo desorden requirió un magnicidio y una dictadura.
Después, durante el Frente Nacional, aquellos lapsos del sempiterno yo con yo se acomodaron a una fórmula insólita, rutinarias en las dictaduras, pero rarísimas en una democracia nominal como la nuestra: la rotación del poder alternativamente del rojo al azul, del azul al rojo. A continuación, aunque el país avanzaba a 2 kilómetros por hora, a pesar de que su clase dirigente la quería más lenta, las fuerzas sociales emergieron de su sopor, logrando algunos escarceos que asustaron mucho a las élites, lo que provocó fraudes electorales, prohibición del ejercicio de la oposición, persecuciones y muertes a granel.
Todo desembocó en la Constitución del 91, carta que decretó el fin del fin del siglo XIX en Colombia, para seguir con la metáfora propuesta por Eric Hobsbawm. Es decir, en términos de los procesos políticos, el siglo XX solo ha durado 27 años para los colombianos (y eso que la mayor parte de las civilizaciones del mundo ya cambiaron hasta de milenio), con lo cual urge contemporizar, transformar y hacer avanzar el modelo porque, como lo señala William Ospina, los pueblos que no resuelven a tiempo sus problemas históricos, la historia se encarga de resolverlos a su manera.
Este apresurado y escueto panorama es el que explica por qué algunos sectores miran con desconfianza las propuestas de Gustavo Petro. El voto nacional ha significado hasta ahora respaldar a los de siempre. Ha llegado el momento de cambiar. Petro solo está proponiendo algunas medidas que nos ayuden a recorrer el camino de la inclusión, la paz y la vida digna del país que merecemos.
PD. Dedicado a mi amigo y hermano Pedro López.
Andres, Excelente articulo.
Y que esa dedicacion se un elemento de fuerza para la recuperacion de pedro.
Estupendo artículo ! No más el hecho de derrotar la abstención en Colombia, sería un avance enorme Para nuestra democracia. Los cambios debe suscitarse con base en la sensibilización política del elector bien informado.