Por estos días los vemos en todas partes. En calles y plazas, en vallas y comerciales. Abren y cierran franjas televisivas y son los amos y señores de las emisoras adeptas a sus ideologías.
Teníamos cuatro años sin verlos, pero de nuevo están aquí entre nosotros, untándose de pueblo y dándole la mano a sus vasallos. Cada cuatro años, sin falta, cumplen su cita obligada con el pueblo que en el entretanto desprecian sin disimulo. Son los políticos de siempre y los de nunca. Los de siempre porque siempre son los mismos que nos gobiernan y los de nunca, porque nunca vuelven sobre los pasos en donde consiguen su cometido convertido en voto.
Ahí están como siempre, como cada cuatro años llenando plazas y escenarios, fecundándolos con arengas y mentiras, promesas que se llevará el viento y que harán parte del olvido.
Ahí están los traficantes de sueños y mercachifles de ilusiones, que en época electoral atiborran los oídos de sus creyentes con falacias que bien saben jamás serán cumplidas. Ahí están los mismos de siempre calentándole el oído en las plazas y tarimas a sus seguidores a sueldo, llenando de demagogia el ambiente por donde caminan.
Se toman fotos con la gente, caminan por las calles humildes y olvidadas por un Estado que ellos mismos representan, y sin la menor vergüenza prometen lo que no han sido capaces de cumplir nunca en sus tiempos de poder y dominio.
Pero lo malo no es que prometan, prometan y jamás cumplan. Lo verdaderamente trágico y no menos insólito es que les crean. Que las grandes masas aún cumplan a cabalidad su papel en la historia de vasallos dominados y sumisos. Lo inaudito es que su discurso aún haga eco en las mentes plagadas de ignorancia y fanatismo y que su verborrea mentirosa y falaz se propague sin medida.
Y no menos sorprendente es que los medios de comunicación, ese cuarto poder que en una sociedad decente debería vigilar y cumplir su honorable función de servir de contrapeso al poder y los poderosos, se arrodille con mezquindad ante aquellos que ocuparán las más altas dignidades de un Estado corrupto y fallido.
Ellos son los verdaderos actores que hacen muy bien y, con sobrada grandilocuencia, su papel de lobos en medio del rebaño. Los premios que por estos días estuvieron tan de moda y que con tanta pompa anunciaron en los titulares de prensa, los India Catalina y los Óscar, deberían ser para ellos. Para nuestros excelsos y prolíficos actores de marras que fingen y actúan a la medida de sus intereses. Que se untan de pueblo y que posan para la foto y luego con disimulo se desinfectan las manos, después de haber tocado las pieles humildes y curtidas de quienes con su ingenuidad los sostienen en la cumbre del poder.
No les demos nuestro voto, mejor démosles el India Catalina y también un Óscar de la Academia a nuestros políticos actores.
Ese es el premio que realmente se merecen.