Tal vez no resulte muy liberal, ni muy tolerante, caracterizar a los ciudadanos de un país. Es cierto que se comete una injusticia al generalizar. Toda generalización es odiosa y arbitraria porque, venturosamente, y al contrario de lo postulado de manera formal por el liberalismo, no somos todos iguales.
Por eso pido disculpas a los ciudadanos de los Estados Unidos de Norte América que no se encuentran descritos en las líneas que siguen, a esas personas pensantes, dignas y críticas, que son muchas y que ejercen una labor importantísima de control de su propio gobierno.
Sin embargo, existe un pueblo que, en su gran mayoría, no todos, aclaro, constituye un conglomerado humano bastante ridículo. Se trata de los gringos. Sí, de la mayoría de los ciudadanos norteamericanos o, como lo especificó mejor nuestro Marco Fidel Suárez, los estadounidenses.
Hay un prototipo de gringo: el sujeto bonachón, un tanto estúpido, ventajoso pero carente de malicia, lo que en muchas ocasiones lleva a que lo engañen.
Es el ciudadano promedio estadounidense. Creyente, mayoritariamente en sectas protestantes que se lucran económicamente de su credulidad; aunque también los hay católicos igualmente crédulos.
Los gringos constituyen un pueblo bastante particular. Una comunidad que, literalmente, se paraliza año tras año frente al televisor, con una cantidad de comida basura, para ver de qué manera unos sujetos se golpean y se empujan unos a otros, se ponen zancadillas, se arrastran y se patean, en una lucha denodada por llevar un huevo de cuero hasta la meta. Espectáculo grotesco que es adobado, paradójicamente, con presentaciones artísticas y musicales, como si lo uno pudiera tener relación con lo otro en medio de lo que ellos llaman insólitamente “El gran tazón”.
Pero además, aunque parezca mentira, los norteamericanos perdonan perfectamente que sus dirigentes no sean los más brillantes desde el punto de vista intelectual (remember los Bush, padre e hijo), o, incluso, que sus gobernantes asesinen impunemente a mandatarios y líderes políticos extranjeros; sin embargo les cobran carísimo cualquier desliz sexual o cualquier infidelidad conyugal. Para el ciudadano común norteamericano, el derramamiento de sangre, sobre todo la ajena, no implica ningún reato moral; pero el de semen extramatrimonial sí es reclamado con una severidad inquisitorial, digna de mejor causa.
No importa lo liberales que pretendan ser, son infatigablemente tradicionalistas. Más fácil falta el sol de la madrugada en Nueva York cada año nuevo, que la caída de la bola en Times Square. Y se podría perfectamente prescindir de la primavera o del otoño, pero jamás de los pirotécnicos de la conmemoración de la Independencia, el 4 de julio, o de la “Fiesta de acción de gracias” o “El discurso sobre el estado de la Unión”.
Quizá esa dependencia ambiental de las cuatro estaciones les haya llevado a generar también unas estaciones mentales repetitivas y reiteradas; conservadoras de sus tradiciones, alérgicas a lo que signifique cambios sustanciales en su modo de vida; ese preciado y, muchas veces, estúpidamente envidiado por los latinoamericanos, “american way of life”.
Los gringos constituyen un pueblo bien singular: Son audaces y pioneros para postular en su acta de independencia que todos los hombres son “creados” y permanecen iguales en derechos pero, acto seguido, santifican la esclavitud de hombres y mujeres de color negro. Y van a una guerra civil, se matan unos a otros, inundan las llanuras patrias de sangre, para defender tan nefanda institución.
Y perpetúan prácticas criminales discriminatorias por esa baladí razón de la diferencia del color de la piel. Instituyen incluso organizaciones pavorosas como el KuKlusKlan, que cuentan con el solapado apoyo gubernamental y de eminentes personalidades de la banca, la industria y la política, aunque, simultáneamente sus gobiernos se arrogan la no despreciable facultad de “calificar” el respeto por los derechos humanos en otras latitudes.
Individualistas a ultranza defienden, literalmente a muerte, el derecho de comerciar, portar y almacenar armas, de cualquier calibre y naturaleza. Asisten impávidos a matanzas colectivas originadas en los trastornos mentales que padecen sujetos estragados de una sociedad consumista y vacía, incapaz de brindar a sus generaciones jóvenes metas, propósitos espirituales e ideales axiológicos por qué luchar.
Pero siguen defendiendo el derecho de tener, portar y usar armas. Incluso han fundado una Asociación del Rifle, para la cual la cacería, esa infame práctica de matar animales indefensos, es solo una diversión menor comparada con la posibilidad nunca idealmente excluida, de exterminar seres humanos bajo la socorrida disculpa de la legítima defensa. Como en el antiguo y lejano Oeste, en el cual solo bastaba ser más rápido para desenfundar el arma.
Por eso no es raro que se presenten tragedias como las de Parkland, o Miami, o Los Ángeles etc. etc. Los gringos son inefables. Masticando chicle, con el oído. y/o los ojos, pegados en el “gran tazón”, en la serie mundial o en la caída de la bola; bebiendo cerveza frente al Hudson River el 4 de julio; con el corazón en vilo ante el informe del “estado de la Unión” o sirviendo el pavo de thanksgiving, los ciudadanos de los Estados Unidos están ausentes del mundo. Mientras sus mandatarios hacen literalmente lo que les da la gana: se limpian el trasero con los derechos humanos y la soberanía de los pueblos, al ciudadano norteamericano solo le importa saber cómo quedó el partido entre los Mets y los Pittsburgh Pirates.
La muestra más fehaciente de esa indiferencia es haber elegido a Trump, que de lejos les gana a los Bush y Reagan en la representación de una élite avara y ambiciosa, a quienes el mundo no representa sino un negocio en el cual ganan de manera excluyente, hasta con su mismo pueblo