José Antonio Osorio Lizarazo es un escritor colombiano. Ese dato, para muchos de los lectores, estoy seguro, es una revelación. Para ellos, escritores colombianos son, si acaso, García Márquez, Héctor Abad y, claro Maluma, el “poeta urbano” al decir del flamante gobernador de Antioquia.
Pero si, Osorio Lizarazo es un escrito colombiano. Y de los buenos. De esos que saben desentrañar el alma del pueblo. Que logran llegar a exponer la fibra íntima de la gente.
Nació en Bogotá, al filo del siglo XX (es decir en 1900, pues). Y creció en esa ciudad que, entonces, solo un poblado reducido y frío en el que era posible encontrarse uno, de buenas a primeras, con el Presidente de la República en cualquier calle, porque para la época los mandatarios no requerían, ni solemnidades, ni escoltas. Es que los presidentes no suscitaban odios, ni rencores, como ahora.
José Antonio estudió en el Colegio San Bartolomé Nacional, la versión “caritativa” del Colegio San Bartolomé, que los jesuitas tenían para albergar a aquellos provenientes de las clases populares que no podían llegara disfrutar de su Colegio de élites, lo cual determinó su formación personal más cercana al socialismo pequeño burgués, artesanal, que al proletariado, propiamente dicho.
Eso lo hizo, muy popular y un eminente amante de las clases medias y, por supuesto, de quien a la sazón era su máximo representante, Jorge Eliécer Gaitán Ayala, epítome de la pequeña burguesía y por quien desarrolló un afecto particular, no exento de esa capacidad crítica que siempre lo caracterizó.
Pero las circunstancias vitales y laborales lo forzaron a frecuentar los bajos fondos de la sociedad de la época, cuyo epicentro eran las chicherías en las que sujetos descalzos, enruanados y mohínos, protagonizaban las noches gélidas de la incipiente capital bogotana.
En tales condiciones, con sus capacidades literarias encendidas al máximo, llegar al periodismo realista no fue nada difícil pues había un no sé qué de química e identidad visceral entre Osorio y los personajes que se encontraba en los burdeles, pensiones y chicherías.
No se sabe de dónde sacó una formación política, si bien cercana al marxismo, más vecina del anarquismo. Pero ella le permitió enmarcar teóricamente su primera publicación denominada La Cara de la miseria, en la que recogía todos esos retratos, un tanto dolorosos, que las noches de frío y humo, le fueron endilgando a su condición moral.
Conoció entonces al extraño estudiante Jorge Eliécer Gaitán Ayala, distinto de todos sus congéneres y sobresaliente en un medio universitario, hasta cierto punto baladí; y se contagió del fundamentalismo moral que éste exhalaba.
Pese a ser, él mismo, un artista de la palabra escrita, descreía de la autenticidad de los artistas de su entorno, a quienes despreció por su superficialidad e histrionismo.
No obstante, el grandilocuente discurso nacionalista de Jorge Gaitán le caló en lo más profundo. Osorio Lizarazo tenía una concepción del nacionalismo de carácter popular. Nada que ver con la idea fascista de la agresión al extranjero. Pero sí muy identificada con esa gaitanista reafirmación de la propia valía. De ahí que descreyera de las veleidades propias de las generaciones nuevas que, en su época, hacía exagerado uso del “arte importado”. Él propendía por una literatura fácil, que atendiera a la realidad, urbana, del inquilinato, del desempleo, de la miseria, como de la naturaleza desbordada e inesperada, andina o tropical.
Sus inclinaciones políticas lo llevaron a seguir a Gaitán. Sin embargo, el caudillo lo defraudó en materia grave, pese a ser director del periódico Jornada que recogía el pensamiento y la gesta del líder.
El triunfo de 1947 envaneció al guía, quien dejó de lado a sus viejos correligionarios.
Osorio Lizarazo estuvo en un banco de suplencia.
Su biografía de Jorge Eliécer Gaitán acusa esa pérdida. Pero nunca fue tránsfuga. Siempre abrazó la causa popular.
Se dedicó a escribir. A retratar en cuadros recortados y finos, la realidad absorbente que nos acomete a diario.
Sus obras reflejaron la angustia, la esperanza y el drama de las clases medias que se vieron huérfanas después del 9 de abril.
Alcanzó a recibir algún reconocimiento internacional por su obra: A la novela El camino en la sombra se le otorgó el premio Esso, en 1963.
Pero la historia, la sociedad y la academia, están en mora de realizar un merecido homenaje de reconocimiento a un escritor de la calidad y la lucidez de José Antonio Osorio Lizarazo, en lugar de andar premiando ciertos “valores” cuyos aportes todavía son muy cuestionables