Esta semana en la que los niños salen a pedir dulces resulta inevitable advertir esas particularidades de las celebraciones actuales. A uno le tocó un tiempo en la niñez en el que la única bacanal posible se daba el día de los brujitos. Usar máscaras, pintarse la cara o ponerse una bolsa en la cabeza con dos huecos era suficiente para transformarse y salir a la calle convertidos en súper héroes pintorescos a ganar dulces como trofeos. Y eso era la felicidad: caminar sin la vigilancia de los adultos por la calle y gozar de una infantil anarquía.
Se conocían hasta los callejones inexplorados del barrio y, lo más importante, se tocaba a la puerta de gente desconocida que por segundos o minutos nos abría su hogar y nos dejaba ver tras de sí un poco de su cotidianidad, de su alegría o de su miseria. Por ahí recuerdo el comedor de una señora con ropa sucia encima que ahora me parece la imagen para un cuento de tristezas.
Estaba la casa del cascarrabias, del pone quejas, de la anciana que creíamos bruja porque tenía gatos (en ese tiempo el gato tenía su mística de animal misterioso y diabólico). Y aun así nos atrevíamos a tocar… Porque el día de los brujitos era el tiempo en el que la máscara y la comunidad permitía mudar de apariencia, ganar valentía y dejar en suspenso el nombre.
El personaje se fundía en un nosotros, en un aquelarre inocente en el que cada cual seguía siendo lo que quería representar. Ya no era Eduardito, ni Juliancito, ni Andreíta sino el Hombre araña (¡no decíamos «Spiderman»!), o el Pirata o la terrible Bruja. Porque a esa edad es un orgullo imaginarse volar en una escoba, perseguir villanos o ser el mismo villano.
Si bien a cada generación le corresponde lo suyo, existen semejanzas y diferencias con los niños que usualmente salen en estos días a pedir caramelos. Aunque valdría aclararse que muchos niños en realidad no salen, sino que los sacan. Es sabido que por cosas de seguridad y de ansiedad de nuestra época los sacan en buena medida a lo que se considera más seguro y vigilado: un centro comercial. A mi entender ese cambio le da a la otrora celebración báquica un aire más espontáneo y aventurero.
Tantos niños y jóvenes que por miedo no pueden caminar las calles del barrio, que no alcanzan a imaginar cómo eran los techos y las fachadas de la ciudad cuando sus padres medían alrededor de un metro, que no conocen el barrio por fuera de una unidad residencial (que además poco une aparte del enrejado), que nunca lo recorrerán y se quedarán con la vista que apenas les permite el asiento trasero de un carro; y que por contraste, esos mismos niños se sabrán de memoria los colores y los niveles del parqueadero, la ubicación de supermercado, las galerías de tiendas, las zonas de comidas, la cartelera del cine y la oferta de juguetería, tecnología o de moda del centro comercial más popular.
En cierto modo antes nos ilusionábamos con tomar las calles mientras que hoy la invitación es a adueñarse de los almacenes del centro comercial (¡ya les quieren decir «parques comerciales» para que parezcan más «naturales»!) Hay uno en Medellín que con ese aire tierno y complaciente ha instalado en la plazoleta central una atracción multicolor y la ha llamado Mundo dulce. Uno no sabe si se trata de un monumento a la diabetes infantil o al cuido para el perro, lo que sí es seguro es que los pequeños no se ensuciarán con las texturas sintéticas.
Pero esto no es solamente un asunto de gustos, hay allí un trasfondo político. El ciudadano puede conocer y se empodera en la medida en que habita el espacio público, que es el espacio de las normas y la incertidumbre, de la democracia, del azar, de la aventura, del conflicto, del otro que nos confronta en lo que amamos y odiamos.
Si por el contrario nos formamos en la ficticia comodidad de espacios privados, en los paraísos de dry wall y plástico, en los predecibles balcones para comprar, en los edificios sin historia, en esas burbujas generalmente elitistas y racistas como son de manera soterrada los centros comerciales, perdemos la posibilidad de aprender de nosotros como sociedad, de pensarnos en ella, de exigir y participar y de a poco se inocula en los niños, en los jóvenes y en todos los demás la constante terrible a la que nos hemos habituado: que el disfraz es la excusa para ser indolentes, para que el mundo gire a mi alrededor, como la pantalla del celular, para que se me adore.
Y así esperamos y exigimos que los espacios en todas partes deben ser para la diversión vacía, para gastar y consumir, que el otro solamente importa si no altera la línea recta de mi vida y que lo público no tiene mayor importancia porque a nuestros ojos no existe, no lo conocemos y de ahí seguimos en la senda del disfraz oportunista, útil para engañar y someter, no para conocer y comprender, que es a fin de cuentas el valor de ocultarse que nos trasmite el arte.
Basta leer a Shakespere para apreciar un sinnúmero de disfraces que lo que buscan es comprender a la humanidad. Ya lo decía con el acierto de siempre Oscar Wilde: Dad una máscara al hombre y os dirá la verdad.