Se dice en España que cuando encuentras un gallego en una escalera nunca sabes si baja o si sube; y tienen fama también las gentes de esa tierra, de responder a los interrogantes con otra pregunta. El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, es gallego y en la resolución de la crisis de Cataluña actuó como dicen que son sus paisanos. Se le podrán criticar muchas cosas y errores como la actuación de la policía el 1 de octubre, pero nadie puede decir de él que es previsible.
Nadie esperaba su movimiento de ficha tras la declaración de independencia por parte del Parlamento Catalán el sábado 27 de octubre. Les arrebató a los independentistas los titulares de toda la prensa internacional, lo que no es poca cosa en estos tiempos de propaganda envenenada y posverdad. Al día siguiente de ese hecho gravísimo, el mayor desafío a la democracia en España en cuarenta años, los titulares de prensa se referían a la movida de Rajoy y no a la declaración de independencia.
Destituyó al presidente de la Generalitat –el gobierno catalán–, Carles Puigdemont, a todos sus consejeros, al responsable de la policía autonómica y a 140 altos cargos de su gobierno. Y aplicó de su propia medicina a quienes esgrimieron durante meses el argumento de las urnas como una verdad revelada, al convocar elecciones en esa región autónoma para el 21 de diciembre. ¿Querían ustedes urnas? Ahí las tienen, vino a decir.
Las destituciones eran de esperar porque lo prevé la Constitución española. Lo que resultó sorprendente y descolocó a los independentistas y a los descamisados del neoleninista partido Podemos fue la convocatoria a las urnas en apenas 55 días. Puigdemont, que resultó un líder acobardado y mezquino, pudo haberlo hecho un día antes y así detener la intervención de Madrid.
Pero se achantó ante las acusaciones de traición que le lanzaban los más radicales de partido anti sistema CUP y otros aliados políticos, que lo que querían era una independencia exprés, arriar la bandera española e izar una copia de la cubana que llaman estelada, celebrar con champaña el nacimiento de una nueva república y dejarse de más votaciones, que ya con la pantomima del 1 de octubre se creían legitimados.
El presidente catalán no se atrevió a proclamar la independencia, estuvo amagando con hacer una declaración pública y al final no habló ni siquiera en el Parlamento, y le dejó la tarea de declarar la independencia a la Cámara. Ahí se pudo ver, además, otro de los esperpentos de esta comedia de enredos: un hemiciclo ocupado sólo por los sediciosos que votaron en secreto por miedo a las consecuencias judiciales. Tan poco convencidos estaban de su nueva república que no se atrevieron a dar la cara por miedo a los jueces del país del que se estaban independizando.
A Cataluña le duró apenas tres horas, las que transcurrieron desde que la presidenta del parlamento leyó el resultado de la votación de una cámara semivacía hasta que Mariano Rajoy tomó la iniciativa más arriesgada de toda su carrera política.
Convocar elecciones en estas circunstancias es un reto por el clima de crispación existente, pueden ser boicoteadas por los independentistas y es muy posible que quienes han declarado la independencia las consideren ilegítimas. Pero haber prolongado un estado de interinidad por varios meses resultaba todavía más contraproducente.
Ahora pueden pasar tres cosas: que los independentistas no participen en las elecciones y que entonces cuestionen la representatividad que salga de las urnas. Como quiera que sea, en enero habrá en Cataluña un gobierno, los rebeldes seguirán dando la matraca en las calles, pero ya no estarán en las instituciones y lo que es peor, ya no podrán seguir manejando un presupuesto de 50.000 millones de euros para financiar la insurrección como han hecho hasta ahora.
El argumento con el que han gobernado hasta hoy se volverá en su contra. Si pudieron declarar la independencia con algo más del 40% de los votos e ignorando a la mitad de la población catalana que se opone a separarse de España, esta media población también puede elegir su parlamento. ¿No decían ustedes que votar era una cosa muy sana y conveniente? Pues la gente ha votado se les podrá argumentar.
Podría ocurrir también que se resignen a participar en las elecciones con el ánimo de ganarlas. Lo cual supondría que renuncian a todo lo que han predicado en estos años y que aceptan las reglas del estado español “opresor”. Entonces les será imposible volver a embarcar a dos de los casi ocho millones de catalanes en otra aventura independentista. De momento las primeras encuestas no les son favorables.
Nunca una decisión política es perfecta y esta de Rajoy no es la excepción, pero el presidente del gobierno español ha tomado el camino menos traumático para un sociedad herida por el fanatismo y la intolerancia del nacionalismo, “la peor peste de humanidad”, como lo definió el escritor austríaco Stefan Zweig, alguien que lo vivió en carne propia. Y el daño que han hecho la radiotelevisión y la educación en manos de esos fundamentalistas durante tantos años, tardará generaciones en repararse. Pero sus mentiras les pasarán factura en las urnas.
Dijeron que con la independencia ninguna empresa se marcharía de Cataluña y en un mes se marcharon casi dos mil, que su principal mercado que era España se mantendría y el intercambio comercial bajó al 30 por ciento, que el mundo lo entendería y ningún país reconoció a un república fantasma que no tuvo ni un día de vida.