“Haga la paz, no la guerra.”
Ese era el lema que surgió durante y después del gran encuentro hippie de Woodstock. Parecía fácil: dos dedos (índice y pulgar) abiertos, que antes habían significado la V de Victoria. O un círculo con una línea vertical que, al final, formaba dos triángulos isósceles. Bastaban unas cuantas pancartas, unas luengas barbas y melenas sin lavar. La paz estaba hecha. Al menos eso creyeron los que lucharon contra la intervención gringa en Vietnam.
Un “piernipeludo” de la época, entonces hijo del ejecutivo, llegó años más tarde a la Presidencia de la República con la misma predica facilista: “Si la paz depende de que yo me reúna con Tirofijo, al día siguiente de ser elegido, me reúno con él”, declaró el arquitecto del fracaso del Caguán. Y fue ungido gracias a esa audacia y a la fotico que se tomó con “Tiro” y con el “Mono Jojoy” una semana antes de la segunda vuelta que volteó el resultado favorable a Horacio Serpa en la primera.
Cuatro años perdidos sin poder avanzar ni un milímetro en el logro de la paz.
Vino después la farsa y el circo de la nueva Regeneración, una mala imitación de la de Núñez y Caro, autodenominada “Seguridad Democrática”. Aunque el fracaso no fue solo en el intento de conseguir la paz, que era la de los sepulcros apoyada en el exterminio del enemigo, sino que el fiasco abarcó todos los frentes propuestos: hasta se llegó a contratar a indigentes para que, con “armas” de palo, fingieran la desmovilización del fantasmagórico frente “Cacica gaitana”.
Entre tanto, la supuesta desmovilización paramilitar constituyó solo una comedia más; los jefes paracos, potenciales informantes de la justicia, fueron extraditados, para que los peces gordos de las grandes haciendas, de la industria, de la banca, de los negocios y de las fuerzas económicas y militares, pasaran de agache, inadvertidos.
Claro que de manera simultánea continúo el asesinato impune de sindicalistas; y los trabajadores perdieron sus derechos sociales y laborales, la corrupción se enseñoreó en el país; el abuso del poder contra periodistas, opositores, magistrados, se hizo moneda común; los hijos del ejecutivo hicieron su agosto en el lucrativo negocio de la compraventa de propiedad raíz valorizada por arte de magia, de la noche a la mañana. Y al final, el gobierno financió un candidato que continuara sus políticas, y mantuviera vigentes sus “tres huevitos”.
Pero el sucesor, fiel a la ancestral tradición de traición que arranca con el vicepresidente Santander en 1828, dispuso a abandonar a su mentor y acometer con audacia y valentía la empresa de la Paz. No fue fácil: Convencer a los contradictores armados resultó muy difícil. Y más difícil aun conquistar apoyos en el propio bando.
Sin embargo, la paloma, como en el relato del Libro del Génesis, halló donde posarse. Y se logró el acuerdo. Con dificultades, debatiéndose entre invenciones, mentiras, exageraciones, infamias, la palomita se abre paso.
Es un hecho. El germen de la paz se ha inoculado.
Aunque las verdaderas dificultades apenas comienzan. Nadie dijo que era fácil. Pero tampoco nadie anunció que fuera tan difícil: La Paz es un espécimen huérfano.
Y ahora, el régimen le ha volteado la espalda a su engendro.
Porque la Paz no es solo el silencio de los fusiles. La Paz no es solo la vacuidad de las cartucheras.
La Paz no es el cambio del camuflado por el traje de campesino o el de ciudadano. El cambio de la bota mediacaña de caucho por la zapatilla de cuero.
La Paz no es la paz de la simple desmovilización guerrillera. La Paz no es la del papel pasivo del reinsertado. Ahí está lo difícil: Es la paz de una sociedad en que no han vivido, pero con la que han soñado. En la que ellos han proyectado sus ilusiones del mañana, al fin y al cabo, también ellos tienen derecho a soñar.
Porque en definitiva, la paz es la posibilidad de soñar con un terruño produciendo, con unos hijos creciendo, jugando, riendo; ora laborando honradamente, ora estudiando en la Universidad; con unos hijos despachando en el bufete profesional o en el consultorio.
Quiero creer que en todo este manejo errático del proceso, el régimen se equivoca de medio a medio, aunque siempre de buena fe.
Porque la paz no es, entre otras cosas, solo la erradicación de los cultivos de coca o de marihuana y amapola, sino la sustitución de cultivos.
La paz no es exclusivamente destrucción de cultivos ilícitos, sino construcción de oportunidades: que el campesino sepa que existen otros productos diferentes, tanto o más lucrativos que la droga y que están en condiciones de alimentarle la mujer y los hijos.
Pero sobre todo que paz es acceso a la tierra, ese ancestral escollo histórico generador de las violencias en nuestro país: las clases dominantes, los señoritos terratenientes de todas las regiones, se han opuesto siempre a que comunidades indígenas, negras, pobres, adquieran un pedazo de tierra, cultivable, fructífero, capaz de generar satisfacción a sus pequeños propietarios.
En 1936 Alfonso López Pumarejo, ese sí el gran colombiano, ese sí el mejor presidente que hemos tenido, impulsó en el Congreso de la República el primer intento serio de realizar la reforma agraria. A pesar de la feroz oposición de Laureano Gómez y del Partido Conservador, de los terratenientes liberales y de la Iglesia Católica, se logró aprobar la Ley 200, que en el fondo era una norma tímida, pues aunque pretendía otorgar el derecho de dominio de las tierras a aquellos labriegos, colonos particularmente, que la habían roturado, faenado y puesto a producir, en últimas dejaba intactas las estructuras ancestrales de tenencia de tierra verdaderas causantes de los conflictos sociales y políticos que nos han azotado desde tiempos de la colonia.
Aunque la norma tuvo alguna aplicación, a la postre la oposición de derecha se encargó de hacer naufragar esa oportunidad de darle patria de verdad a los desposeídos del campo colombiano.
Y ahora, esa misma derecha: ganaderos, grandes terratenientes, narcotraficantes, coludidos con los representantes de los matices más reaccionarios del espectro político, se empeñan en “volver trizas” los acuerdos pacificadores porque, por un lado, están obstinados en mantener los privilegios, las ganancias, los títulos de las tierras, en su mayoría mal habidas, a punta de desplazamiento, de sangre, dolor y lágrimas.
Y, porque por otro lado, lo que menos les interesa es que se sepa la verdad. Esa verdad que con un dedo gigantesco los señala a todos y a cada uno de ellos como responsables del desangre horripilante que ha vivido este país.
Pero no se crea que su acción deletérea vaya a esperar hasta la toma del poder electoral en mayo del 2018 entrante.
Esa acción desestabilizadora ya ha comenzado y se traduce en el desgano para la implementación del pacto. Se expresa en la procrastinación permanente de los servidores públicos implicados que, o no toman, o no ejecutan las decisiones que toman, para crear y viabilizar las alternativas económicas necesarias para reemplazar los cultivos ilícitos.
Pero también se manifiesta en los miles de palos que el flamante Fiscal General de la Nación, el hombre de la empresa privada incrustado en el más importante cargo de la justicia penal del país, le pone por sí, o por medio de sus alfiles en el Congreso, a la aprobación de la Jurisdicción Especial para la Paz, mientras asume la eliminación sistemática de los líderes sociales con la desidia y el desgano más pasmosos.
Al momento de escribir estas líneas van 84 asesinatos de líderes sociales, reclamantes de tierras, erradicadores de plantas prohibidas. Pero la ficha de Cambio Radical (graduado ahora de enemigo de los acuerdos) insiste en negar que se trata de una operación de torpedeo y exterminio del proceso de paz, a pesar de que todo indica que se trata de un fenómeno bastante semejante a aquel nefando “Baile Rojo” que aniquiló a la Unión Patriótica.
Por eso resulta válido preguntarse hoy día ¿y cómo se hace la paz? ¿Cómo se la va a lograr construir, con tanto interés en mantener el vetusto status quo y en garantizar impunidades vergonzosas?