Se cumplen 100 años de la Revolución de Octubre (que fue en noviembre).
Los críticos y detractores de las ideas de Marx y Lenin se frotan las manos, como se las había frotado ya Albert Camus en su opúsculo denominado El Hombre rebelde: el ideal ha fracasado. Octubre ha caído y los sueños que se construyeron a su alrededor se han esfumado.
Y, al mirar los andrajos supérstites del mundo soviético, y los jirones que han quedado de la “cortina de hierro”, cualquiera diría que sí, que en verdad el sueño se ha desvanecido, que la utopía ha sido derrotada.
Fueron entonces en vano los ideales de miles de obreros y campesinos que creyeron en un nuevo amanecer socialista. Fantasías sus sueños de redención y de progreso.
Quimeras sus ansias por un mejor mañana y un despertar nuevo de la solidaridad y la hermandad.
A Marx le están expidiendo partida de defunción desde que nació.
Y a sus teorías las “refutan” a diario en las Facultades de Ciencias Económicas de las grandes universidades burguesas, donde señoritos muy peripuestos desautorizan las tesis expuestas en El Capital.
Lo malo es que esas tesis son ratificadas a diario en las operaciones bursátiles, en las especulaciones económicas y las maniobras empresariales, pero también en las movilizaciones y demostraciones que, aquí y allá, protagoniza una juventud inquieta y rebelde.
Ciento cincuenta años de la publicación de El Capital; Cien años de la Revolución de Octubre, Cincuenta años del asesinato de Ernesto Che Guevara.
Parece como si este año se hubiese confabulado con la Historia para restregarnos el fracaso del mito revolucionario.
Sin embargo, mirando las barriadas de nuestras ciudades, las interminables filas de los necesitados de atenciones básicas, como la salud, la educación, la vivienda, el empleo que sueñan con una sentencia de tutela que ampare sus derechos; al tiempo que palpamos nuestra sociedad, flamantemente informática y tecnológica, que carece de agua potable, de servicios sanitarios dignos, de alumbrado eléctrico, entendemos que quien ha fracasado es otro.
Vivimos una sociedad donde coexisten el, púdicamente denominado, “subdesarrollo” junto a los más sofisticados adelantos tecnológicos. Así vemos a nuestros campesinos con el corazón encogido por la incertidumbre del mercado, pero con la certeza de los tratados de libre comercio; y junto a los Ipads y las Tablets, los municipios donde no llega una llamada telefónica. Y las urgencias médicas que se quedan en silencio porque “no hay señal”.
A diario vemos caer asesinados a lado y lado de las vías, a los líderes sociales que reclaman la tierra, el reconocimiento y la reparación de sus derechos vulnerados y pisoteados; hombres y mujeres humildes que solamente pugnaban por lograr un mejor estar en este mundo, por alcanzar aquí y ahora, un lugar bajo el sol para ellos y sus hijos, en este inmenso planeta que es de todos.
Mientras un puñado de privilegiados cuenta desvergonzadamente billetes y exhiben impúdicamente sus riquezas, un informe publicado por la OIT[1] señala que “En el conjunto de los países emergentes y en desarrollo, se estima que cerca de 2.000 millones de personas viven con menos de 3,10 USD diarios (una cifra que incluye el ajuste por las diferencias en el coste de vida entre países)”.
Grandes empresarios y magnates de la industria minera, por ejemplo, obtienen ingentes ganancia y recursos, que garantizan la dependencia de nuestros países como productores primarios, mientras, como señala el citado informe de la OIT, “ En algunos de estos países, el crecimiento económico parece haber exacerbado la pobreza, principalmente porque la exportación de productos primarios (y, en particular, de los productos procedentes del sector extractivo) suele tener un escaso efecto indirecto sobre el resto de la economía”.
Y pese a ello tenemos que reconocer que, evidentemente las circunstancias fácticas que hicieron posible la publicación de El Capital han cambiado.
Los problemas de exclusión, de privación total de derechos, las hambrunas espantosas, la miseria absoluta y generalizada que sirvieron de fuerza motriz a la aventura de Octubre, ha sido superados.
El atraso total en las condiciones de vida latinoamericanas, la cerrazón total de los espacios de participación democrática, no exenta de conqueteos con el fascismo, la asfixiante presencia de los norteamericanos “cuerpos de paz” (que en realidad eran cuerpos de guerra fría), han quedado atrás en la América Latina que sirvió de escenario a la gesta indómita y contestataria del Ché Guevara.
Pero entonces también es menester reconocer que fue gracias, justamente, a la existencia de ese libro, de esa Revolución roja y a la gesta heroica del comandante, que las condiciones materiales de vida y de existencia de los pueblos latinoamericanos han cambiado, pues ellos fueron siempre el acicate que impulsaba las modificaciones sociales.
Si no hubiesen existido, ni el libro, ni la revolución, ni el guerrillero, los epulónicos dueños tradicionales del poder no habrían retrocedido ni un milímetro, ni otorgado tregua alguna en su apetito voraz de adueñarse de vidas y haciendas de las masas populares. No hubiera existido, ni derecho laboral, ni derechos de asociación y huelga; no se habría concedido cesantías, ni descanso remunerado. Y mucho menos, consagración y garantía de los derechos fundamentales.
En una palabra no tendríamos el Estado Social y Constitucional de Derecho que, aunque precariamente y afrontando todas amenazas y limitaciones que le atraviesa el neoliberalismo, todavía nos rige.
Falta mucho por construir. Pero es indudable que las utopías sirven para avanzar, como dijo alguna vez Eduardo Galeano.
Las efemérides que conmemoramos este año han hecho avanzar la sociedad hacia más y mayores conquistas en la vía de la humanización y la creación de una consciencia solidaria que nos permita convivir dentro de la diferencia, en tránsito al logro de esa tan anhelada igualdad material que es tan esquiva. La utopía es un cadáver insepulto.
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