Constituye ya un lugar común señalar que Colombia es un país biodiverso, poseedor de una gran oferta ambiental y por ende, una fuente de servicios ambientales que los disímiles ecosistemas naturales-históricos que hay dentro de su territorio, le prestan a la sociedad en general, pero en particular a los grupos humanos que han establecido con éstos, una relación inmanente.
Pero al tiempo que se reconoce la existencia de dicha riqueza ambiental, sectores de poder aplauden a rabiar procesos y prácticas que, asociadas a una idea de desarrollo económico (desarrollismo), poco a poco ponen en riesgo valiosos, frágiles y estratégicos ecosistemas.
Minería a gran escala, monocultivos legales e ilegales, ganadería extensiva, la desecación de humedales por la Potrerización o el avance descontrolado y ambientalmente insostenible de ciudades capitales y otros centros urbanos, entre otros fenómenos socio económicos, van poniendo en riesgo la vida de especies vegetales y animales; desde la perspectiva de la ecología funcional, estos efectos, propios de un desarrollismo efectista y generador de falsas expectativas alrededor de lo que es el bienestar para los humanos, rompen finas conexiones y relaciones en cadenas tróficas que el grueso de la población y la dirigencia política y empresarial desconocen o suelen subvalorar.
Huelga señalar que la visión actual de desarrollo se consolidó gracias a la economía que, como disciplina, coadyuvó en buena medida a la consolidación de una idea de desarrollo hegemónico, que no admite modelos alternativos de producción. Señalo que el discurso del desarrollo económico se sirvió de disciplinas como el derecho y la ingeniería, para validar las apuestas transformadoras de ecosistemas que sufrieron y soportaron acciones y decisiones modernizadoras y modernizantes.
La política, como ejercicio del poder, sirvió también como instrumento a los intereses de los agentes promotores del desarrollo desde la perspectiva de ese unívoco discurso de la Modernidad; de igual manera, el periodismo ha sido instrumentalizado y puesto al servicio de quienes promueven una idea de desarrollo que poco o nada considera y valora los ecosistemas naturales- históricos.
En todo este largo proceso discursivo del desarrollo, se marginaron disciplinas como la historia y la naciente historia ambiental; la ecología, la antropología y lo que podríamos llamar las “ciencias de la cultura”. Por lo anterior, lo que se debe promover es un diálogo interdisciplinar, sobre la base del establecimiento de consensos mínimos alrededor de mitigar los impactos ambientales del crecimiento económico, de cumplir con la normatividad ambiental y de asumir actitudes de co-responsabilidad entre todos los agentes estatales y privados involucrados.
Así entonces, dada la presencia hegemónica de la economía y de la lógica del mercado, y la entronización del discurso de un desarrollismo galopante, aparece una pregunta que recoge los principios éticos y estéticos en los que se ancla eso de “llevar el progreso y el desarrollo” hasta las zonas selváticas, boscosas y a los territorios rurales, tradicionalmente vistos como atrasados y desaprovechados. La pregunta es: ¿para qué conservar?
La pregunta misma conlleva viejas dicotomías: desarrollo-subdesarrollo; vida-muerte; prudencia-insensatez y sapiencia-ignorancia. Y podrían aparecer más relaciones dicotómicas. Por lo anterior, expondré lo que podrían considerarse como razones para justificar las acciones de protesta de movimientos ambientalistas que buscan frenar actividades como la minería a gran escala, la ganadería extensiva o el crecimiento desordenado de ciudades como Cali, Medellín y Bogotá, que exhiben un ordenamiento territorial caótico.
E incluso, podrían estas razones usarse para tratar de convencer a los tecnócratas que desde una cómoda oficina, orientan determinaciones, aprueban licencias de exploración y explotación y entregan licencias ambientales, de los enormes riesgos que generan ciertas actividades económicas, llevadas a cabo sin mayores consideraciones socio ambientales.
La primera razón para legitimar acciones de conservación de bosques húmedos tropicales, o biomas secos, e incluso, esos últimos relictos de vida silvestre, tiene un carácter de obligación moral de un ser humano que, al ubicarse como especie dominante, parece determinado a transformar y arrasar con todo lo natural, para ir, poco a poco-como siguiendo una suerte de destino único-, construir un mundo totalmente artificial y artificioso, para seguir huyendo de esa condición finita que lo atormenta.
La segunda razón para conservar, está asociada a una realidad: por más que han avanzado las ciencias ambientales, el conocimiento y la información científica y se conocen inventarios faunísticos y florísticos, siempre habrá espacio para la ignorancia.
Quizás, jamás el ser humano logre descifrar el misterio de la vida y en particular comprender las lógicas funcionales de ecosistemas naturales complejos, que no se pueden conocer en toda su magnitud, desde las siempre finitas fronteras disciplinares.
La tercera razón alude a un principio que el derecho recogió, pero que debería estar mejor anclado a un asunto sociocultural: el de la precaución. No puede el ser humano insistir en un modelo de desarrollo extractivista, sin tomar medidas de mitigación, de cuidado y de actuar con mesura ante riesgos que los expertos exponen ante determinadas actividades como el “fracking”. Si existen dudas, para qué insistir en una determinación o decisión técnica.
Y una cuarta razón tiene que ver con la valoración estética de los ecosistemas. Que existan grupos humanos que desde el goce visual prefieran, al abrir sus ventanas, la presencia del cemento, no quiere decir que esta perspectiva estética se torne homogénea e incontrastable. De allí la necesidad de ponerle límites a las ciudades. Y no se trata como ya proponen algunos arquitectos y urbanizadores, de “forrar” edificios y “sembrar el verde” en sus fachadas y terrazas. No. De lo que se trata, por ejemplo, es de conservar ecosistemas como los Farallones de Cali, para que dicho paisaje permita el goce visual de una ciudadanía atormentada por el caos vehicular, disímiles formas de violencia física y simbólica y las angustiantes condiciones de una vida moderna vaciada de sentido.
Todas las razones aquí expuestas y otras que puedan surgir, pasan por la urgente necesidad de abandonar esa visión antropocéntrica con la que fue posible justificar ese No lugar ambiental, desde el que miramos con desdén a las otras especies y a sus habitats. Quizás por ello, al olvidarnos de nuestra propia fragilidad, y al ignorar o desconocer la de los ecosistemas naturales, poco a poco nos convertimos en una peligrosa especie.