El narco, ese personaje característico de nuestra idiosincrasia latinoamericana, se ha adueñado de las pantallas de televisión. Antes en los 80’s y 90’s su nicho era pequeñísimo, y aquellas producciones de poca monta, donde su imagen era recreada junto a los clichés del inconsciente colectivo yankee sobre Latinoamérica, era el único lugar donde el mundo podía observar a estos personajes particulares.
Aquella Fuerza Delta 2 (1990) donde Colombia era “San Carlos” y Pablo Escobar era un flaco, blanco y europeo malvado llamado “Ramon Cota”, que se enfrentaba en una batalla sangrienta contra Chuck Norris. Para esos años, el uso de la bandera y escudo no fue disimulado por la producción y del gobierno colombiano para abajo, pusieron el grito en el cielo por ser víctimas del uso indebido de la imagen de un país que pasaba por uno de los momentos más terribles de su historia. Pero como todo en Colombia se olvida, ha llegado el cuarto de hora de los bandidos en la televisión mundial. Y esta vez nadie se indignó.
Hace unas semanas, el nefasto Popeye o “Alias JJ” como es su nombre artístico, recibía elogios de una vedette argentina por redes sociales. Esto obviamente no pasó a mayores, simplemente porque en Argentina como en otros países latinoamericanos que no viven la verdadera magnitud de una guerra abierta contra estos sanguinarios delincuentes, ahora ellos hacen parte de la lista de héroes populares. Muy pocas personas se expresaron ante este terrible hecho.
La indignación expresada por redes sociales a este fenómeno, es un acto reflejo casi estúpido y pasajero. Efímero e intrascendente. Lo que permanece es el mal gusto, la parodia y lo peor de todo la ignorancia. En otras latitudes, donde miles de colombianos de bien luchan día a día por tener una vida digna que se les negó en su propia tierra, ahora deben cargar con más peso del que les corresponde.
El peso de la propia historia que se embarra en sus caras cada vez que algún bien intencionado compañero, conocido o amigo del país que adoptó como hogar, le pregunta con curiosidad morbosa sobre los personajes de la serie. Donde repiten sus “frases célebres” o sus ademanes característicos.
Aquel culto a la vida fácil, a la cultura traqueta, a la violencia como demostración de hombría y a la degradación femenina; es la nueva tendencia que abrazan los televidentes que tienen como único recurso de entretenimiento las series.
Hablar de culpables es muy tarde. Tal vez irresponsables al no entender de lleno cómo funciona el negocio de la televisión desde otra perspectiva. No es culpa de los actores. Ellos interpretan un personaje y es su trabajo darles vida. No es culpa de los guionistas o realizadores, que viven de hacer contenidos y su trabajo es hacerlos de calidad. ¿Son cómplices indirectos? Tal vez, pero en una sociedad como la colombiana, donde el trabajo es un beneficio y no un derecho no les queda de otra.
La culpa es de los dueños del aviso. Los directivos de los canales y productoras que explotan un nicho que les produce dinero sin tener la ética suficiente de pensar en la influencia que tienen sus productos en la mente de aquellos que los consumen. Culpables son las entidades responsables de cuidar el contenido y las consecuencias del mismo. Culpables son los “creativos” de los canales al permitir que nuestra historia sea convertida en mal chiste. Donde las víctimas de estos atroces personajes son sólo una escena y una representación. No un recordatorio de su sacrificio. Culpable el Ministerio de Cultura y las entidades gubernamentales que no detienen esta incansable campaña de auto desprestigio.
La lucha por la paz implica la participación de todos los integrantes de la sociedad. La memoria no debe estar en manos de negociantes del entretenimiento. Debe ser utilizada por académicos y maestros en las escuelas y la credibilidad de gobiernos y entes reguladores no debe estar bajo la presión del poder de los medios. Cuando un asesino es una figura pública, una sociedad no tiene perdón.