Allí está, justo en el centro, la razón por la cual los niños y los perros corren, no huyendo de ellas, sino con la llama de la esperanza encendida pensando que las podrán atrapar. ¿Un fin inalcanzable? Quizás eso sean esas pequeñas criaturas tan codiciadas y tan fugaces a la vez que no tardan en agitar sus alas para huir de sus cazadores: las palomas, uno de los mayores atractivos de la Plazuela de San Ignacio.
La visita de estas aves al lugar permite los ingresos de una señora dedicada a vender maíz. Un negocio ideal para aquellos que quieren acercarse a las palomas y deciden dar mil pesos para atraerlas. Con bolsa en mano se acercan al monumento de Francisco de Paula Santander, no para mirarlo a él, sino para lanzar un puñado de comida a su alrededor que actúa como imán de palomas.
Se da paso a una cadena interminable. Estos animales atraídos por los ríos de comida en el suelo emprenden nuevamente su vuelo al sentir el ladrido de los caninos que corren con las mismas ansias que un niño tras ellas. Una curiosidad solo compartida por ellos e inexplicable para los más viejos.
De ahí que un pequeño planee un ataque con un arma elaborada por sí mismo: un pitillo con un alambre enrollado en la parte superior a la cual se le puede dar el nombre de “capturador de palomas”. No pretende matarlas, solo busca sentir una de ellas en sus manos. Sin embargo, cuando lo logra, la paloma consigue escaparse sin complicaciones.
Un punto de felicidad para los niños que merodean el lugar, pero el fin de sus alegrías cuando sus mamás los retiran de allá.
No solo los más pequeños se divierten en la plazuela. Los adultos tienen también su centro de entretenimiento. “Gordo, entregate. Eso es un jaque”, replica un señor que ve que su contrincante ya no tiene posibilidades de ganarle. A pesar de eso no termina allí la disputa, ya que la presión del público que mira hace que nadie se dé por vencido. Finalmente se escucha un jaque mate y termina la partida de ajedrez.
Un juego que hace parte de la rutina de los señores que acuden allí, pues se disponen todos los días a llevar su ajedrez de tela con las fichas para reunirse a disfrutar la tarde. Cinco años lleva uno de ellos asistiendo sin falta luego de su jornada laboral, y aunque parezca tener una adicción por este pasatiempo, afirma que hay quienes pasan la noche en desvelo en los rincones de la plazuela, personas que ahuyentan su sueño para alcanzar otro: ganar el juego.
Un sitio en el que casi todos tienen interacción, ya sea con un semejante o con un dispositivo móvil. El wifi gratis facilita la creación de estos espacios, por lo que uno que otro solo toma asiento allí para escribirle a esa persona que no se encuentra cerca.
Si ya algunos consideran la falta de afecto que puede existir en una conversación no física, solo habría que mirar a aquellos conocedores de la calle, con sus prendas gastadas de andar por la ciudad y sus pies oxidados de tanto caminar, que olvidaron lo que es compartir con alguien. Acercarse a los demás les trae rechazos. Solo uno logra ser aceptado siendo parte de un juego en el que dos personas se lanzan su botella de agua (aprovechando que se encuentra bajo los efectos de la droga) y él intenta atraparla, hasta que consiguen esconderla; el habitante de calle, desesperado por la botella, esculca sus bolsos sin tener éxito en la búsqueda. Es así como entonces se resigna y se aleja del lugar con las cajas que recicla.
Son ellos quienes destinan una función diferente para las sillas de la plazuela: en vez de verlas como un lugar para tomar asiento, las contemplan como dormitorios para una larga siesta en ellas. Esas son las mismas sillas en las que algunos vendedores se disponen a ubicar su negocio, tal como el lustrador de zapatos, un oficio hoy en día escaso, pero no por ello carente de clientes.
Este hombre encargado de volver a la vida los colores de los zapatos elegantes saca su diminuta butaca, la ubica en el suelo y sitúa a los clientes en las sillas de la plazuela. Esa butaca, no superior a los 20 centímetros, guarda en su interior todas las herramientas de trabajo: el infaltable betún, un cepillo para aplicarlo y un dulce abrigo para sacarle brillo al calzado.
El reloj que se encuentra afuera de la iglesia continúa su marcha hora tras hora. La falta de una manecilla que contabilice los segundos contribuye a la sensación temporal que se experimenta en la plazuela, pues parece que allí no pasara el tiempo.
Entre los toques de campana de la iglesia que no conserva las puertas abiertas para sus feligreses se la pasan los trabajadores con sus puestos en la calle, muchos de ellos huyendo de los rayos del sol que se logran filtrar entre los árboles. La solución que encuentran es tener en mano grandes sombrillas para ocultarse de la luminosidad proveniente del cielo, algo que no solo los beneficia a ellos, sino que hace que sus clientes se queden ahí un buen rato, gozando de la sombra y hablando con los vendedores.
Entre los productos que más se venden se encuentra el bonice para aquellos que quieren refrescar la tarde, pero también el café para los que saben que solo algo caliente les puede quitar la sed (si no es que la costumbre les gana primero al momento de comprarlo).
Por otro lado, hay quienes trabajan sin lucrarse de forma directa por lo que hacen: dependen de la compasión y generosidad de la gente que aprecie su arte. Vestidos de camiseta roja y un sombrero en sus cabezas, estos ancianos se ponen en marcha con sus instrumentos de cuerda. Mueven sus dedos con habilidad para generar melodías propias de los boleros y las cumbias.
A su frente, el estuche del violín para que las personas depositen en él una propina, de la cual parece ser el denominador común las monedas de 500 y los billetes de 2.000 pesos; y si alguien después de presenciar el espectáculo pretende no dar algo de dinero, puede correr con la suerte de que un rapero que merodea la zona le diga en voz alta: “¿Y los dos mil pesitos para ellos?”
Así transcurren los días en esta parte de la ciudad que se puede rememorar a la vez como un centro histórico, ya que se encuentra allí la sede de lo que fue la Universidad de Antioquia en primera instancia, el claustro que funcionaba como convento para la comunidad franciscana y la iglesia aliada a esta comunidad para las celebraciones religiosas católicas. Ahora, a excepción de la iglesia, son lugares en los que se encuentran oficinas y algunos puestos de aprendizaje. De ahí que unas personas solo atraviesen la plazuela para acudir a estos sitios, contrarios a otros que permanecen en el lugar como si fuera su hogar.
Allí confluyen los monumentos de Francisco de Paula Santander, precursor de la independencia en Colombia; Marceliano Vélez, cinco veces gobernador de Antioquia, y una paloma que fue puesta para conmemorar el primer centenario de la U de A. Así como cada monumento está debidamente marcado, los árboles también exponen en su tronco letreros con sus respectivos nombres.
Sin embargo, para las personas, toda esta simbología representa otra cosa: la estatua de Santander representa el lugar donde se reúnen las palomas; la de Marceliano Vélez, un sitio alrededor del cual se pueden sentar y conversar; la paloma, el homenaje al animal emblemático de la plazuela, y los árboles, aunque tengan diferentes nombres, seguirán siendo aquellos seres encargados de propiciar sombra en la zona.