Hay temas que, por técnicos, a veces resultan ingratos de tratar en la prensa no especializada. Uno de ellos es el de la justicia penal. Más es imprescindible hacerlo por cuanto, infortunadamente los medios suelen ser escenarios en los que se ventilan y deciden, sin mucho conocimiento, ni mucha consciencia, aspectos de exagerada importancia para la sociedad en los campos del derecho y de la justicia.
Impunidad significa simplemente, ausencia de punición. Es decir, falta de sanción punitiva por parte del Estado. Impunidad, en el lenguaje vulgar, ha llegado a significar simplemente, no imposición de detención intramural, ausencia de cárcel, para quien ha sido acusado de un delito. Pero esto requiere un sereno análisis.
Digamos en primer lugar que vivimos presas de un populismo legislativo que ha llevado a nuestros legisladores, en más de una ocasión, a tergiversar y desnaturalizar el derecho penal liberal únicamente para congraciarse con el populacho ávido de condenas ejemplarizantes, de carcelazos interminables, de escarnios imposibles contra aquellos que han violado, de manera real o presunta, las normas del código penal.
No obstante, es necesario hacer precisiones.
En primer lugar hay que decir que nuestro ordenamiento jurídico pretendidamente constitucional, liberal, democrático, tiene como cimientos unos principios iusfilosóficos que le imprimen su identidad. Es como una especie de ADN jurídico que distingue los sistemas jurídicos.
El nuestro, por disposición de la Carta Constitucional de 1991 y del modelo de Estado Social y Constitucional que ella postula, aspira a estar caracterizado por dos fundamentos básicos: el principio pro homine y el principio pro libertate. Es decir, la consagración del respeto por la dignidad humana (que ya se encuentra como piedra fundacional en el artículo 1 de la Carta) y el respeto por la libertad humana (artículos 16 y 28 entre muchos otros).
Esto quiere decir que, en principio, se debe tratar de humanizar al máximo las sanciones y que es preciso prescindir, en lo posible, del encarcelamiento preventivo de personas cuya culpabilidad no ha sido demostrada todavía.
Épocas muy oscuras de la humanidad están asociadas al desconocimiento de la dignidad y de la libertad. El Santo Oficio y los Tribunales de la Inquisición, sometían a prisiones preventivas larguísimas a los acusados, así como a la práctica inveterada, y santificada, de la tortura a los detenidos, para no hablar de las ordalías y juicios de dios, en los cuales se les imponía superar pruebas increíbles como caminar sobre quemantes tizones o sustancias hirvientes para demostrar su inocencia. Tales eran las características de la justicia penal.
Y entre nosotros, en épocas no muy lejanas infortunadamente, se llegó a postular la bárbara teoría conocida como doctrina Ñungo (apellido de un general, Fiscal del Tribunal Superior Militar que la preconizaba) según la cual era mejor condenar a un inocente que dejar libre a un culpable.
Las nuevas generaciones no conocen el nefando Estatuto de Seguridad (Decreto Legislativo 1923 del 14 de septiembre de 1978), ni oyeron hablar de las caballerizas de Usaquén, ni de todos los excesos que se cometía entonces por parte de lo que Alberto Lleras llamó “clases inferiores de los cuerpos castrenses”.
Por eso ahora hablan con tanta ligereza de impunidad y piden a gritos la mano dura y la cárcel para todos los comportamientos aparentemente delictivos de toda suerte de procesados.
Sin embargo, el principio de la presunción de inocencia, pilar del derecho liberal y democrático, postula que nadie puede ser tratado como responsable, mientras no se le haya oído y vencido en juicio. “Toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”, proclama el artículo 29 de la Carta.
Aun así la sociedad y, en primerísimo lugar, los medios de comunicación se la pasan declarando culpabilidades, sin debate probatorio, sin juicio justo, ni mucho menos debido proceso. Basta la sindicación de la comisión de un hecho punible o delito, para que ya la prensa produzca veredicto, dicte fallo y clame por la pena.
Que no puede ser otra que la de cárcel.
Sin embargo, nuestro ordenamiento jurídico consagra varios mecanismos alternativos, sancionatorios también, pero diferentes de la reclusión intramural.
Así, es posible imponer medias de carácter económico, prohibiciones de diversa índole, o medidas tecnológicas modernas como el dispositivo electrónico, consecuentes a la detención o prisión domiciliaria que son, al igual que la cárcel, medidas sancionatorias, punitivas; que no aspiran a mortificar el cuerpo, como diría Foucault, en Vigilar y Castigar, sino el alma, con lo que suponen humanizar las penas, para no volver a las ergástulas denunciadas por Cesare Becaría.
Pero igualmente para no rellenar los panópticos contemporáneos, infestos, inmundos, hacinados; escuelas modernas del crimen, antros de degradación de la condición humana.
Un buen ejercicio de periodismo, para aquellos que claman por las penas intramurales, sería el conocer y examinar a fondo las circunstancias en que seres humanos viven en los establecimientos penitenciarios y carcelarios del país, empezando por Bellavista o El Pedregal en Medellín, o las cárceles de Ternera en Cartagena, o La Modelo en Barranquilla o la de Valledupar, La Picota de Bogotá, entre otras.
Verían como el espíritu del Dante se eriza sobrecogido al comprobar los niveles de degradación a los que puede llegar a ser sometida la condición humana.
Hay que luchar contra el delito, sí. Hay que luchar contra la corrupción. Claro. Es necesario incluso, que el Estado establezca una política criminal en la cual los delitos con impacto social sean más duramente castigados que aquellos que solo afectan a los individuos.
Pero se debe entender, al mismo tiempo, que la cárcel no resuelve, en sí misma, ningún problema.
Que no hay tal que existan penas ejemplarizantes; por la razón elemental de que los delincuentes parten del presupuesto de que no los van a castigar.
Y siempre es mejor una pena corta, completa, sin rebajas, ni subrogados, pero efectiva.