Finalmente las FARC dejaron las armas. ¿Cuántas? ¿Todas? ¿Quedaron con algunas?
La oposición de extrema derecha, porque no toda la oposición –la verdad sea dicha– ha descreído de ese desarme. Allá ellos.
Laureano Gómez, a quien no se atreven a citar, pero al que reviven en sus actitudes y posiciones, repetidamente sostenía que “a la gente hay que creerle”.
El Presidente de la República explicó recientemente que, sumando las armas incautadas por las fuerzas armadas, las entregadas en procesos de desmovilización particulares, las recuperadas en operativos militares y las entregadas a la ONU, se cuentan más de 50.000 armas.
No sabemos más.
Los paramilitares que bajo el régimen de la “seguridad democrática” dizque se desmovilizaron, entregaron algunas. Nunca se supo cuántas, ni cuáles, pues ahí no hubo veeduría de nadie, no hubo registro, no hubo catálogo, no hubo contenedores. Simplemente el presidente de la época afirmó que ellos se habían desmovilizado y desarmado y, siguiendo a Laureano, le creímos.
También, las guerrillas que se desmovilizaron en los procesos de paz de Rojas y, particularmente, de Lleras Camargo a fines de los años cincuentas y comienzos de los sesentas del siglo pasado, entregaron las suyas. Tampoco se supo cuántas. Pero hubo una amnistía. Muchos de los guerrilleros que salieron del monte se reinsertaron a la vida civil. Algunos alcanzaron curules en los cuerpos representativos. El Frente Nacional cicatrizó las heridas.
Un reducto guardó, “por si acaso”, algunas para defenderse de las agresiones oficiales. Gracias a ellas salvaron sus vidas de las incursiones que, el cínicamente llamado “Presidente de la paz” (Guillermo León Valencia, abuelo de Paloma), lanzó contra las que otro Álvaro, (Gómez Hurtado) denominó “Repúblicas Independientes”. Entonces nacieron las FARC.
Ahora, Rodrigo Londoño Echeverri, líder supérstite de esa facción, ha sostenido que ellos no volverán a la guerra. Y ni locos que estuvieran: se han concentrado en campamentos, han dado la cara. Se han hecho registrar. Entregaron las armas, todas o parte, no importa. Pero se les conoce, se sabe quiénes son, dónde están, cuáles son sus debilidades, sus falencias, sus necesidades, sus sueños y esperanzas.
A la gente hay que creerle.
Ahora lo que viene es, lo dijo con acierto el Presidente Santos, desarmar los espíritus.
El problema es cómo lograrlo. ¿Cómo construir un nuevo país? ¿Cómo aclimatar la convivencia, el respeto por el otro? ¿Cómo lograr que, desde la orilla del odio, del personalismo, de la nostalgia por el Premio Nobel no alcanzado, se silencien los fusiles de la mentira?
Menuda tarea. Porque el problema no pasa solo por la política partidista. Ni siquiera pasa por la propia Política, sino por el imaginario social.
Hay gente (mucha) que no se cuestiona los mensajes que recibe a diario de parte de los medios de comunicación. Simplemente prenden el aparato y consumen, junto con el almuerzo o la comida, los preparitos de Nessurum en RCN, o de Vargas en CARACOL. Y listo.
Existe toda clase de prejuicios. Increíblemente todavía hay gente (me consta) que está pensando que la plata de las pensiones se la van a dar a los guerrilleros de las FARC.
El Gobernador de Antioquia, en lugar de apaciguar espíritus, inicia una cruzada racista y bobalicona, que incluye enormes costos, así como la recolección de firmas que impidan que “el gobierno despedace el territorio antioqueño”.
Un exembajador en Estados Unidos siembra cizaña sobre el proceso de paz y agua la fiesta del desarme arrojando dudas sobre el número de armas entregadas por las guerrillas.
A la gente la bombardean por todos los costados para lograr que no crea.
Y no es que la duda y la capacidad de cuestionamiento sean per se, inconvenientes. Por el contrario. Lo que hace falta es espíritu crítico.
Es indispensable aplicar el filo de la crítica a los críticos. Es necesario mirar qué intereses defienden. Qué dividendos obtienen sus promotores. Hay que discernir. Hay que mirar con lupa a esos pregoneros del desastre. Porque ellos son expertos en revolver las aguas para pescar en ellas.
Pero además es necesario considerar que la construcción de una nueva sociedad en paz pasa por el auto examen. Todos pretendemos que la realidad se transforme, pero hay que preguntarnos ¿cómo estamos cambiando nosotros? ¿Cuáles actitudes tenemos que reemplazar en nuestro comportamiento para que la paz sea, finalmente, una realidad? ¿Cómo podemos desarmar nuestros espíritus?
No se trata, como diría la periodista Claudia Palacios, de perdonar lo imperdonable, a secas. Sino de pensar si las generaciones futuras merecen vivir otro desangre infame como el que nos ha correspondido vivir a nosotros. Hay que exigir la verdad. Cierto. Hay que exigir la reparación. Cierto. Hay que exigir la no repetición. Cierto. Pero es preciso darle una oportunidad a la reconciliación.
No se trata, no faltaba más, de salir mañana a votar por los candidatos de las FARC. No se debe de olvidar. De ninguna manera.
Pero si se trata de afrontar la realidad de lo que fue. Saber que lo que sucedió, por doloroso, por imperdonable, por lacerante que sea, ya sucedió y que no vamos a cambiar el pasado.
Es imprescindible que sintamos que el otro es simplemente un reflejo de nosotros mismos. Que lo que a nosotros nos duele, también les duele a los demás. Que los sueños que abrigamos y cultivamos, igualmente son los sueños ajenos. Que las aspiraciones que acariciamos y ansiamos volver realidad, también incuban en los corazones de los vecinos. Que la sociedad es el resultado final de la sumatoria de esperanzas y quimeras de todos y cada uno de los seres que la componen.
Es necesario saber que la tarea no es vengar lo ocurrido, sino impedir que se repita. El pasado, pasado está. Se trata de construir el futuro. Se trata de construir un nuevo país, sobre las ruinas del pasado.