No deja de llamar la atención la relativa felicidad o quizás, el desinterés que manifiestan los habitantes de ciudades capitales como Cali, Medellín y Bogotá por la dejación de armas de las Farc. Es apenas comprensible: este conflicto fue eminentemente rural, alejado de los centros de poder político y económico, en donde la vida transcurrió con normalidad porque la guerra interna que hoy termina jamás puso en riesgo las comodidades y el brillo de las luces de neón. Fue un conflicto marginal[1], como muy seguramente será la construcción de la paz.
En un país “normal”, deberíamos de copar estadios y plazas para aplaudir la dejación de las armas de las Farc y para ovacionar a quienes hicieron posible que esa larga y difícil negociación en territorio cubano llegará a un final feliz. Pero no. Fue y será siempre más fácil llenar un estadio de fútbol como el de Barranquilla, para ver a un “ídolo” regional, que congregarnos en torno a este hecho histórico: la desaparición de las Farc como guerrilla.
Para quienes vivimos la niñez y parte de la adolescencia muy cerca de municipios considerados como zonas rojas, como Miranda(Cauca), o tuvimos un hermano[2], como es mi caso, o familiar dentro de las Fuerzas Armadas que combatieron a las Farc en ese mismo departamento y en otros; o para otros tantos que las dinámicas del conflicto armado interno fue y es tema de estudio académico, sí es un día de fiesta, de esperanza, de regocijo, de anhelo. Debo reconocer, que, a mis 50 años, este 27 de junio de 2017 me tomó por sorpresa porque pensaba que este conflicto armado con las Farc jamás terminaría.
Por ello, quiero celebrar en silencio este gran suceso, que ojalá sirva para hacer posible el quiebre institucional y cultural que necesita ese país urbano que mantuvo la guerra, por largos 53 años, alejada de sus límites, y logró, ese mismo país urbano, con toda la institucionalidad a su disposición, concentrar el sufrimiento de la guerra y las sensaciones de abandono, en empobrecidos caseríos, poblados, pueblos, montañas y zonas selváticas.
Es un día para recordar a todos los que cayeron en los campos de batalla, fueran legales o ilegales; a quienes fueron despojados de sus tierras, a los millones de desplazados, mujeres, niñas, niños y ancianos que un cretino osó llamarlos migrantes; a quienes fueron presentados como guerrilleros muertos en combate, víctimas de esos Héroes[3] que la televisión mostraba con orgullo; a los perros que murieron o resultaron heridos por minas sembradas por los actores armados y a todos los animales de la selva y a sus ecosistemas, que sufrieron los horrores de un conflicto armado que se degradó, hasta el punto, que sus combatientes, legales e ilegales, perdieron el norte de sus propósitos y objetivos misionales.
Es y será un Día Histórico para la política, la historia oficial y para los estudiosos del conflicto armado; para los guerrilleros que se aventuran a trasegar los siempre minados caminos de la política en Colombia. No importa la inercia que imponen los centros urbanos, la ignorancia supina de cientos de miles de sus ciudadanos, o el desinterés de otros tantos que jamás se sintieron atraídos por al menos conocer detalles del porqué se produjo esta sangrienta guerra de 53 años. Nada importa. Estamos celebrando lo que creemos que es posible construir un paìs mejor.
Adiós a las armas es el estribillo que circula en las redes sociales. Arenga tímidamente recogida por las empresas mediáticas y por la gran prensa que tantos errores cometió en el cubrimiento de los hechos de guerra y de terror que todos los actores armados provocaron. Está pendiente el mea culpa de esa Gran Prensa[4] y el surgimiento de un Nuevo Periodismo[5].
Adiós a las Farc y buena suerte para sus miembros que buscarán, dentro de las reglas de nuestra restringida democracia, hacer los cambios que a balazos intentaron imponer por largos 53 años.
Ya nos ocuparemos de aquellos que ya prometieron hacer “trizas” la ilusión de construir la paz en Colombia. Solo por hoy, dejemos de escuchar sus alaridos, sus mentiras, sus dudas y desprecios por lo alcanzado y de ver la resequedad de sus labios reclamantes de sangre ajena. A ellos, un adiós de 24 horas, porque sé que su lucha por regresarnos al pasado apenas comienza.
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[2] Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2015/01/pactos-de-no-agresion-y-cese-bilateral.html Mi hermano, el Mayor del Ejército, Jorge Enrique Ayala Osorio, murió accidentalmente en una base en las montañas de Jamundí, Valle. Esa base, por corto tiempo, llevó su nombre, hasta que fue cerrada. El accidente se produjo en el momento en que estaba minando la base, porque miembros de la comunidad le entregaron información relacionada con una posible toma guerrillera. Paz en su tumba. Siempre en mi mente, hermano mío.
[3] Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2015/07/heroes-de-fango.html
[4] Véase: http://laotratribuna1.blogspot.com.co/2012/02/el-papel-de-los-medios-en-el-caguan-10.html
[5] Véase: http://viva.org.co/cajavirtual/svc0501/articulo07.html
Vea, sencillo: en un país «normal», nunca se habría aceptado que el Estado fuera puesto de rodillas ante un grupo terrorista burlón, sarcástico y arrogante.