Grave y detestable el vil atentado del Centro Comercial Andino en Bogotá. El dolor que nos conmueve como ciudadanos, como padres de familia especialmente, al pensar en las familias de las víctimas es inconmensurable. A ellos, a todos los afectados, nuestro abrazo fraterno y nuestra solidaridad frente a tan absurdo e infame hecho, que condenamos y repudiamos.
Sin embargo, uno no puede salir a hacer ganancias de pérdidas. No se puede levantar los muertos como trofeos en medio de una batalla estulta y personalista.
Uno no puede salir a formular aseveraciones temerarias acerca de la responsabilidad que le cabe a X o a Y personas o grupo político. Porque como un bumerang, esas aseveraciones suelen regresar y golpear a quienes las lanzan.
Entiendo que algunos lunáticos del Centro Democrático han pretendido capitalizar la sangre de las víctimas inocentes para obtener de ella réditos políticos y electorales. Claro, el proceso de paz es el directo responsable, según ellos, de la ocurrencia del atentado.
Uno no entiende cómo podrían las FARC cometer semejante imbecilidad estando ad portas de su acceso a la vida civil.
Se ha barajado otras hipótesis en las cuales se acusa al ELN, también en trance de negociación y tránsito al estatus de movimiento político legal.
Incluso los medios hablan de un fantasmagórico Movimiento Popular Revolucionario. No sabemos nada y no se trata aquí de administrar absoluciones, ni de excluir responsabilidades. Ya las autoridades de la República tendrán oportunidad de informarnos los resultados de sus pesquisas.
Pero es un hecho innegable que todas estas expectativas son admitidas con fruición por los enemigos agazapados de la paz de que habló en su momento Otto Morales Benítez.
Sin embargo, la Historia que es maestra de la vida, podría plantearles a esos mercaderes de infortunios un cuestionamiento bastante comprometedor.
En efecto, hay hechos en el pasado que muestras de qué manera quienes más escándalo hacen con estas crueles ocurrencias son, si no sus autores inmediatos, al menos los primeros beneficiarios.
El 27 de febrero de 1933 se desató un pavoroso incendio en la sede del parlamento alemán, el edificio del Reichstach. El entonces flamante canciller designado por el presidente Hindemburg, Adolfo Hitler, había tomado posesión del cargo cuatro semanas antes, el 30 de enero, con la clara intención de torcerle el pescuezo a la Constitución democrática de Weimar y poder instalar su dictadura nazi y personalista.
Ante el atentado terrorista, instó al presidente Hindemburg a firmar un decreto de emergencia que suspendiera las libertades civiles para «contrarrestar la confrontación despiadada del Partido Comunista de Alemania».
Dictada la norma, el gobierno del Partido Nacional Socialista arrestó en forma masiva a los miembros del Partido Comunista. De estas detenciones no se salvaron, ni siquiera los diputados de esa organización en el parlamento, aunque constitucional y legalmente gozaban de inmunidad parlamentaria.
La tortura logró confesiones impensables e imposibles. Y la ausencia de sus competidores en el cuerpo legislativo le permitió al Partido Nazi consolidar una mayoría incuestionable que, a la postre condujo a la aprobación de facultades extraordinarias al Canciller de Alemania, consolidándose de esa manera el poder de Hitler.
Nuestra situación actual no es igual, evidentemente. Sin embargo, no deja de ser significativo el hecho de que, paralelo a las noticias sobre el nefando atentado, el jefe de la extrema derecha colombiana haya anunciado en un foro en España que, en caso de que alguno de sus alfiles electorales alcance la presidencia en 2018, los acuerdos de paz serán sometidos a una profunda cirugía (¿de castración?).
En política, desde la obra de Thomas Hobbes, resulta un lugar común el hecho de que, ante a la incertidumbre y la zozobra creada por el temor ocasionado por los actos terroristas, los ciudadanos suelen entregar sus libertades en aras de alcanzar un margen confiable de seguridad.
El discurso de la protección, de la comprensión frente a la supresión de libertades; del sacrificio de ciertas garantías en aras de la común tranquilidad, de la tolerancia a las inspecciones corporales y de los objetos de mano, encuentra innumerables partidarios.
Y siempre es difícil hacer escuchar las voces de la sensatez en medio de la tormenta. Y si uno se pronuncia en ese sentido corre el riesgo de ser, como mínimo, tildado de cómplice de quienes atentan contra la paz pública.
Pero no importa. No podemos hacer concesiones. No podemos permanecer callados ante el riesgo que, para el proceso de paz y para la plena vigencia de las libertades democráticas, implica ese sospechoso discurso. Es preciso reclamar del gobierno claridades y no otorgar licencias que redunden en la pérdida de libertades y que, mucho menos, pongan en peligro el avance avasallador del proceso de paz.
Más bien, es preciso preguntarse, con el filósofo Lucio A. Séneca ¿A quién le sirve? ¿A quién beneficia todo este terror, todo este dolor? ¿Qui Prodest?