La polarización política e ideológica que rodeó al Proceso de Paz de La Habana, es la misma que hoy mantiene la enorme desconfianza y miedos de un sector del Establecimiento y de cientos de miles de colombianos que no aceptan ni la dejación de armas de las Farc y mucho menos la posibilidad de que se constituyan en partido político.
Miedos, prevenciones, resquemores, sempiternos odios y desconfianza que tienen un mismo origen: la comprensión a medias de los orígenes y las razones que permitieron y facilitaron el enfrentamiento entre guerrillas y Estado, y la extensión en el tiempo de lo que se conoce como el conflicto armado interno.
De esta manera, aparecen dos bandos con disímiles orillas ideológicas y en sectores de poder político, social y económico en donde se instalan aquellos que creen en que es posible y urgente poner fin a las hostilidades y los otros que, por el contrario, invitan a mantener la confrontación, eso sí, alejada de sus entornos familiares. En quienes no acompañan el proceso de paz de La Habana, reconozco un elemento central y clave: una aparente fe ciega en el Estado colombiano, en sus élites tradicionales y lo más preocupante, en el talante poco democrático de todos los que por la paz o por la guerra, intercambian ideas, improperios, conceptos, propuestas y amenazas.
Fe ciega en un Estado que históricamente ha servido a los mezquinos intereses de una clase política, dirigente y empresarial, que se sirvió de narcotraficantes, sicarios y paramilitares para extender y consolidar su poder y mantener así la “captura” del Estado.
Esa misma clase que viene usando a las Fuerzas Armadas para hacer y mantener la guerra interna, como una efectiva estrategia de dominación social, política y económica del resto de la sociedad, alejando así las aspiraciones de llegar a tener, algún día, un verdadero Estado Social de Derecho. Con dicha estratagema, burgueses, ricos y clase política tradicional han podido robar y perseguir a quienes osaron competirles electoralmente y asesinar a quienes resolvieron, con mucho de ingenuidad, tratar de cambiar el destino del país y trazar caminos divergentes en donde la vida, la democracia, las instituciones y la institucionalidad derivada sean respetadas. Y quizás, sagradas.
Para aquellos que dudan del sentido de las negociaciones de Paz de La Habana y que poco comprenden la naturaleza sistémica de nuestro conflicto armado interno, les recomiendo que esculquen las acciones y decisiones políticas y económicas que históricamente presionaron y presionan aún unas cuantas familias poderosas, para gozar a sus anchas de los beneficios que otorga mantener sometido el Estado a sus intereses. Quizás, al hacerlo, entiendan que el levantamiento armado no solo está justificado para el contexto en el que se dio, a pesar de los errores cometidos por las guerrillas en esta larga y degradada lucha armada.
En las disputas y confrontaciones que a diario se suscitan en espacios privados y públicos y las que la Gran Prensa registra, se evidencia el talante belicoso, violento y profundamente anti democrático de quienes, por defender una idea, son capaces de ver al otro como un enemigo al que hay que desaparecer o castigar. De esa forma se extiende la relación amigo-enemigo con la que las Fuerzas Armadas asumieron y aplicaron la doctrina de seguridad nacional y enfrentar así al enemigo interno: las guerrillas.
No me voy a referir a un político en particular, pero es claro que este país violento ha sido guiado por Machos igualmente violentos. El error histórico que cometieron las élites en Colombia está en haberse formado política y académicamente- muchos de sus miembros en el exterior – sin haberse hecho la pregunta de qué es Colombia y de qué había significado para sus antecesores.
Y así, sin mayores anclajes culturales en un país diverso y sobre todo, un pueblo con enormes problemas de autoestima, los dignos miembros de nuestras élites tradicionales se dieron a la tarea de mandar- no de gobernar- en un país que jamás conocieron y frente al cual mantienen la misma actitud de no quererlo conocer y reconocer.
Con todo y lo anterior, genera enorme tristeza ver el espectáculo que brindan quienes se oponen al fin del conflicto, a pesar de que el Gobierno neoliberal de Santos se ha encargado de mostrar que sus intenciones de paz jamás lo llevarán a tocar las estructuras del Establecimiento en el que el Presidente cómodamente vivió y del que se sirvió para mantenerse como miembro de ese selecto grupo de colombianos que ha ejercido algún tipo de “liderazgo”, así sea dañino, en nombre de todos los colombianos.
Y más triste es escuchar vociferar a cientos de miles de colombianos apiñados en ciudades mal planificadas y con enormes problemas de convivencia, que hay que continuar en guerra. Eso sí, cuando se les pregunta si serían capaces de uniformarse para defender ese modelo de Estado y a ese “ejemplo” de élites, entonces el miedo los arropa con tal fuerza, que sus ideologizados argumentos caen en pedazos.
Nuevamente me declaro “pesimista batallador”. Observo a sectores sociales y políticos comprometidos con el fin del conflicto, a sabiendas de que la construcción de la paz nos tomará, a lo mejor, el doble del tiempo que duró el conflicto armado, por lo menos con las Farc. Y eso me llena de esperanza. Pero cuando escucho a periodistas-estafetas de ese indecoroso, sucio y criminal Establecimiento defender y dar vocería a esos “líderes” políticos emergentes de dudosa moral y de una ética acomodaticia, el pesimismo me embarga. Pues no veo cambio algunos en esos mismos que hicieron todo para poner a sus pies el Estado, con todo y su simbología.
Y peor me siento, al notar en el desinterés de estudiantes y ciudadanos en general, que desde una cómoda ignorancia, optaron por aceptar e incluso defender a ese Estado, a esas élites, clase dirigente y burguesía, desconociendo las responsabilidades que les cabe ante las circunstancias y hechos que nos impiden hoy vivir en paz y en condiciones de convivencia en este país que se resigna a «dejar ir» al Sagrado Corazón.
La verdad, me parece un buen artículo al cual le hacen falta fundamentos históricos y un poco confuso en su redacción. Pero hay que rescatar el que trata de ser lo más objetivo posible y sí, trata de mostrar la verdad real de la situación de nosotros como pueblo, que sumido en la ignorancia, nos debatimos entre dos posiciones sin poder ver el horizonte ya que desconocemos su historia.
Lo peor, es que ¨SIENDO MUY OBJETIVOS¨, estamos tomando posiciones radicales que van ahondando un odio profundo que solo enraizará no solo la división de un pueblo sino la injusticia que nadie percibe y que vivimos como tal.