Popeye, quien se presenta al mundo como la leyenda viviente del Cartel de Medellín, conoce el poder detrás de las historias. Se supo de una caja de pandora cuándo morían, desaparecían o extraditaban antiguos socios de Escobar de los que jamás se volvió a saber. Jhon Jairo Velásquez Vásquez no hubiese sobrevivido si no fuese el depositario de una historia para contar. Eso lo salvó de la muerte, y además quizá sin haberlo planeado muy bien, se convirtió en el negocio que administra con éxito por medio de redes sociales.
Él tiene el poder de pocos, que consiste en alimentar con la aprobación popular, basado en mentiras o verdades, el cuento de Escobar. Nadie más que él, según él mismo, conoce las penas y glorias de su jefe. Y su audiencia le ha dado credibilidad, lo tienen como legitimador, como autoridad de la verdad del narcotráfico puro y duro en Colombia. Aquí, los medios y la justicia lo usan como fuente obligada y el mismo Popeye alardea de tener poderosos que le cuidan la espalda.
Hoy, se derrumban algunos porque consideran nada ético exaltar la vida y obra de Velásquez a través de una serie de televisión próxima a salir al aire. ¿Acaso esperaban una franja de cine arte en el prime time de un canal privado? ¿La serie novelada de Carlos Gaviria o Jorge Eliécer Gaitán? ¿Qué otro criminal diferente a Popeye hubiesen preferido para no atentar contra las buenas costumbres de este pueblo?
Respeto y comprendo a aquellos que están firmando peticiones y viralizando campañas enfurecidas en contra de la emisión de esta serie, pero si su argumento es defender la integridad, los principios éticos y morales, es mejor que desistan; eso es importante para algunos, pero no funciona para la lógica comercial de la industria televisiva.
Es precisamente lo oscuro, lo nefasto, lo retorcido, lo más enconado de la miseria humana lo que genera réditos de todo tipo, sobre todo, es de la materia que supuran las heridas aún abiertas de la violencia política de este país, de la que se lucran las productoras propias y extranjeras. Ese “talento” de explotar hasta la saciedad los narcorelatos, es un modelo que se ha exportado con voracidad en todos los continentes. Las historias que se cuentan acá no se cuentan en ningún otro rincón del mundo. Tenemos la capacidad de contar el amor, la vida, la muerte y el horror como nadie en el planeta. Nos copian, pero nos copian mal. Pero ese no es el asunto de esta columna. La capacidad de contar lo que tanto nos ha destruido como nación desata todo tipo de reflexiones acerca de la manera aceptable del cómo y del para qué. Lamentablemente, la industria solo escucha la caja registradora.
Mientras escribo esta columna, decenas o hasta cientos de personas en el mundo entero visitan las redes sociales de quien se hace llamar “El general de la mafia”, el “asesino de confianza de Pablo Emilio Escobar Gaviria”, entre otros calificativos que exaltan lo que fue su participación en la organización criminal más grande del mundo. Al otro lado al mismo tiempo, él mismo señala que no quiere hacer apología al delito, que quiere enviar un mensaje a los niños y jóvenes de que la criminalidad no es el camino.
Paradójicamente promociona su película repleta de escenas que glorifican el crimen, el homicidio, la venganza y deplora por completo el papel de la mujer en la sociedad, no hay nada nuevo en su película: tomas desde el aire de las comunas de Medellín, armas, licor, mujeres semidesnudas y muertos por doquier.
Es detestable y angustiante comprender que tiene audiencia y no poca. Que la gente desenfrenada le hace preguntas sobre si Escobar sigue vivo o no, y él con el mismo desenfreno y ardid dice toda clase de sandeces sobre todo.
En redes sociales publicita su libro, su película, sus “especiales periodísticos”, apoya nuevos artistas del reggaetón y de la música popular. Sí, “los nuevos artistas” lo buscan para que les promocione sus trabajos. Componen letras en donde rapean su nombre y festejan su capacidad de sobrevivir a las balas. Hay gente para todo.
En Facebook, el que algún día fue el jefe de sicarios de Escobar, aparece como Popeye Arrepentido. Allí cuenta con más de 60 mil personas que siguen su perfil, a quienes llama familia, guerreros y guerreras. Para mi sorpresa, allí cuelga mensajes de admiración y respeto de sus amigos desde todas partes del mundo, mensajes que lo exaltan como si en lugar de estar aclamando una y otra vez a su patrón, estuviera haciendo obras de altruismo.
Su ópera prima es el libro Sobreviviendo a Pablo Escobar, pero él no lo ha sobrevivido, ni siquiera se ha sobrevivido a sí mismo; lo confirman sus palabras y su talante maléfico, que nunca se le arrancó de la piel. Lo más siniestro de este fenómeno de medios del que es protagonista, es que tiene un público inmenso que lo aclama y le calienta la sangre. Qué incoherencia, qué barbaridad. Y con todo y eso, Popeye, le sigue el pulso cuidadosamente a sus redes, a los medios. Qué culpa tiene él que tampoco hayamos sobrevivido a Escobar. De algo tendrá que vivir.
En YouTube es un rey indestronable. Se ha hecho a una placa de plata por lograr 100 mil suscriptores, y dice con orgullo que va por la de oro. Congratulations, le manda a decir YouTube, reconociendo su esfuerzo. Felicidad total. Desde la famosa red social lanza arengas contra el alcalde de Medellín cuestionando su política de seguridad, vitupera el gobierno de Nicolás Maduro, llama a la reconciliación de los pueblos, al tiempo que dispara y besa un arma.
Se cree el cuento de youtuber, analista político, predice capturas, sabe todo lo que pasa y pasará en la justicia colombiana. Es el nuevo oráculo. El imperio de la incoherencia y la sosería más cruel. Es una vitrina repleta de mal gusto, ausente de ideas, vulgar y mañosa. Y tiene quien le aplauda cada cosa.
¿Qué reclamamos? Estamos hambrientos de un relato del que inútilmente queremos saber los detalles más íntimos y penosos, cuando ya todo lo hemos visto y escuchado. La promesa es que la de Popeye sí es la versión original y fidedigna, que en su relato está todo lo insondable, lo nuevo, lo inédito. Qué estupidez tan rentable. Es el circo post-Escobar, el que ni siquiera protagonizó su hijo, quien sin pena ni gloria ha pasado por Colombia hablando de reconciliación y ofreciendo perdón en nombre de su padre, pero eso no vende lo que vende la fantástica verborrea de Popeye, que no frena la lengua nunca, ni logra calmar su egocentrismo y su nostalgia delincuencial.
El negocio es el entretenimiento, y si se vende chicharrón, pues se hace chicharrón y no otra cosa. Caracol lanza la serie de Popeye. Miraremos qué tanto la gente atiende el llamado a la decencia y a la moral. Yo presiento muy buena audiencia. Lo que importa en la televisión es tener un algo o un alguien que robustezca los bolsillos sin que eso tenga que tener relación alguna con el arte, la compasión ni el respeto hacia nosotros mismos como consumidores. No hay mayores criterios. De lo que más comemos nos dan.
Lo ético siempre será discutible, pero entendamos que esas reflexiones tenemos que llevarlas a escenarios prácticos, obligatoriamente la discusión ética deberá ser materializada en el hogar, en la escuela, el colegio, la universidad. Tenemos que preguntarnos qué tipo de televisión reclamamos, qué contenidos queremos ver, qué tipo de televisión propondríamos que vean los niños y jóvenes de un país fracturado por la violencia desmesurada. Si no le gusta, cambie el canal. Es la mejor protesta. La invitación a que las nuevas generaciones no vean en el crimen y en la ilegalidad una opción de vida, debería hacerla la familia y la escuela, la cultura de paz que nos debemos, nunca la televisión afanada de rating, nunca Popeye con su evidente oda a la maldad.
No encuentro en su columna nada diferente a una apología a los medios que construyen estereotipos, héroes y villanos. Es desde allí que se moldea la sociedad con el agravante, además, de que es el verdugo de la educación, mientras que los problemas reales de la sociedad están proscritos