Entre tragos, hace muchos años, un amigo me decía: «Colombia es el mejor país, pero está lleno de colombianos». Yo me reí mucho y le pregunté el por qué de su afirmación; cuando me explicó por qué lo dijo, se me pasó la risa y llegué a la preocupación. Y es cierto. Cada uno de nosotros es como ese periódico amarillista que odiamos. Cada uno quiere ver caer al otro, ya sea por venganza o por simple gusto. A nosotros no nos queda bien ese refrán que dice que el que no conoce su historia está condenado a repetirla, porque la conocemos y la repetimos, la repetimos y la repetimos. Algo dice claramente que será el círculo vicioso que nos reinará por mucho tiempo.
Elegimos a los mismos con las mismas y nos da miedo el cambio, porque cuando tuvimos la oportunidad de hacerlo, llegó la desinformación, justo cuando pensamos que más desinformados no podíamos estar. Nos creemos todo lo que nos dicen los medios masivos sin investigar a fondo (caramba, ¿para qué tenemos internet?) y claro, si lo dice don Álvaro Uribe Vélez, nuestro salvador, protector, redentor o como quiera que le llamen los seguidores al «gran colombiano», que se gana el cielo y la tierra con su «habladito campesinito»; no puede ser falso, porque todos sus muchachos son buenos y son perseguidos políticos o lo han traicionado a sus espaldas (sí, cómo no).
Somos cómodos, como decía don Jaime Garzón y lo que no nos cuesta lo hacemos fiesta, porque no nos importa el prójimo; no nos importa la suerte del otro, mientras se logre lo propio. Pero eso sí, celebramos a rabiar un lunes festivo más como el de la Madre Laura, o un gol de James Rodríguez nos hace abrazar al uno con el otro, sea santista, uribista, oportunista…lo que sea, pero si son equipos locales que nos llevan al regionalismo extremo, se vuelve más que un deporte de contacto, un deporte de alto riesgo.
Podemos defender con ahínco lo indefendible, como penas de muerte en vez de una mejor educación y fácilmente caemos ante el ruido incesable y sanguinario de las mayorías, haciéndolas aún más poderosas con nuestra complicidad sin siquiera notarlo. ¡Esa inocencia culposa!
No soportamos ver que al otro le vaya bien, pero eso sí, estamos dispuestos a pasar por encima del que sea para lograr nuestro objetivo, evitando imitar a esos héroes de película que vimos de pequeños y que siempre admiramos. Y acá estamos, defraudándonos cada día más a nosotros mismos. Esperando que alguien solucione nuestros problemas, porque estamos muy ocupados siendo justo lo que no queríamos ser cuando niños, alejándonos más de esos superhéroes y detrás de la pantalla de un computador, comentando las publicaciones de un periódico en línea, insultando al que no piensa como nosotros y quejándonos, justo como lo hace este muchacho con esta columna ahora mismo.