La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca marca muchos hitos históricos que podrían explicar la ruptura con elementos tradicionales en política como la alta popularidad de un nuevo presidente y más en Estados Unidos donde fechas como estas han congregado a los sectores más disímiles, incluidos los medios de comunicación, empresarios y partidos derrotados así como los excandidatos, en torno a la nueva figura presidencial. ¿Por qué esta vez el nuevo presidente de Estados Unidos genera opiniones tan divididas de amores y odios?
Trump no es de la clase política tradicional e incluso no tiene experiencia en ninguna de las ramas del poder público; es un empresario hecho a pulso por su propio talento con los negocios y que ha sido sistemáticamente rechazado por el aparato político norteamericano, un sistema blindado y cerrado desde adentro como sus partidos, medios y entramados de poder, sólo con un relacionamiento hacia el sector productivo desde personas que se han formado en y desde la política aunque hubiesen amasado fortunas, integrado juntas directivas o comprado participación en empresas. Pero hasta ahora había sido poco común que un empresario pura sangre, sin formación en gobierno y además carente de las formas, la compostura y el tacto que demanda tradicionalmente un medio como la carrera política, accediera al primer cargo ejecutivo de esta potencia mundial.
Seguimos leyendo a un Trump incendiario en las redes sociales. Paradójicamente, en entrevista con la cadena Fox, afirmó que no le gusta el Twitter pero ha optado por esa ruta porque afirma que se enfrenta a una prensa muy deshonesta. Recordemos que en campaña política todos los medios de comunicación -y cuando digo todos, son todos- en Estados Unidos y en cualquier país del mundo, toman partido por una opción y más cuando se trata del poder ejecutivo. En el caso de las elecciones por la Casa Blanca en 2016, más del 95% de los medios de comunicación tradicionales del país del norte fueron opositores al ahora presidente republicano, entre otras cosas porque su austera inversión en publicidad y su contacto con ellos también se caracterizó por la distancia con sus propietarios, y la hostilidad de ambas partes.
La popularidad de los presidentes entrantes en casi cualquier país, generalmente es alta, pues a pesar de haberse generado la tradicional polarización que deja heridas, molestias y mucho capital político y dinero invertido con bandos ganadores y perdedores, precisamente la necesidad de darle la vuelta a la página, superar heridas y volver a “repartir las cartas” de la política, hacen que partidos, medios, dirigencia, empresarios y demás, rodeen el nuevo líder y su equipo. En Estados Unidos se respira un ambiente diferente, pues las heridas de las elecciones han seguido sangrando y cada vez están más abiertas e infectadas y empezaron a oler mal, incluso hacia afuera de ese ejemplarmente histórico Estado Norteamericano, caracterizado por ser un cuerpo de legitimidad, legalidad y democracia que durante muchos años, textos y lecciones en ciencias políticas nos han puesto como referente de la forma como deben fluir las relaciones políticas.
Uno de los momentos más dulces de la política es ese lapso entre el día D cuando sales victorioso y el día de la posesión: Todos quieren ser tu amigo, a todos les caes bien, si te portas con humildad hasta los más irreconciliables enemigos van a querer que dejes atrás los desacuerdos y miren hacia el futuro; pero Donald Trump no comprende que los ataques, resistencia y contrariedades de una campaña se agravan en el ejercicio del gobierno, pues nunca un gobernante logra tener contento a todo el mundo, pero es su obligación caminar por el delgado filo de una navaja, que le permita sustentar sus decisiones mientras va atesorando el respaldo de las demás ramas del poder público, los medios, ciudadanos e incluso legitimadores públicos que le ayudan a conectarse con muchas personas “de a pie” que no quieren saber de la política aunque ésta inexorablemente los afecte.
Hasta hoy escuchamos al Trump candidato y quizá unos meses más, mientras comprende lo que representa sentarse en la oficina del Salón Oval en la Casa Blanca de Washington o en la Torre Trump de Nueva York -donde él quiera seguir demostrando el poder de su autoimagen y vengando el trato que ese cerrado círculo de la política le dio y le seguirá dando por muchos años-.
Tarde o temprano descubrirá que históricamente los dirigentes de la política con o sin experiencia, con o sin dominio de ella, poseen un capital que se traduce en tres aspectos claves: acceso a recursos, a relaciones internas y externas y al respaldo colectivo. En los tres casos la aceptación de las instituciones, del mismo círculo cerrado de la política que en buena parte está en el Congreso e incluso en su mismo partido, sumado a la relación con sus pares presidentes, expresidentes y sus ciudadanos, requieren de él que supere las heridas y el dolor por el trato que se suele recibir en una campaña y demandan que bajo una comprensión desde y para los ciudadanos y no desde y para sus propios intereses, empiece a gobernar al país más poderoso del mundo.