La historia de Colombia –la que nos enseñaron a repetir- está escrita con sangre. Con sangre de inocentes que nunca se supo, ni se sabrá, por qué y para qué murieron; de milicianos que fueron, son y serán, las fichas del ajedrez de los ricos y los poderosos. También con sangre de minorías obligadas a ser lo que nunca quisieron ni creyeron ser; de irreverentes y osados que pagaron con su vida el precio de llamar las cosas por su nombre. Y sobre todo, con sangre de muertos que aún no sabemos cómo llamarlos ni cómo justificarlos.
No es casualidad que los hitos más recordados de nuestra doliente historia estén relacionados con un derramamiento de sangre, un asesinato, o el exterminio de un pensamiento. La tercera franja de nuestra bandera, ese simbólico homenaje a todos lo que han contribuido con su sangre –algunos en contra de su voluntad- a forjar este país, está ahí para recordarnos que la muerte es la condición innata de uno de los países más felices del mundo. Somos fanáticos de los que matan, por eso en los parques se erigen bustos y en los barrios marginales se pintan rostros de insignes personajes que obligaron a otros a morir por una causa que no era la suya.
Pero como nuestra memoria es mala y nuestra vergüenza es poca, los muertos nunca son suficientes. Los miles del ayer se olvidan con los miles del hoy. Edward Burke decía que “la sociedad es una asociación no solo entre quienes viven, sino entre quienes viven, quienes están muertos y quienes todavía no han nacido”. A juzgar por nuestro legado, los vivos son cada vez más propensos a la muerte, y los que ya murieron les recuerdan a los que no han nacido que lo mejor sería que nunca nacieran.
Pasan los años –pasan los muertos- y la psiquis de nuestra Colombia desarrolla una tolerancia a vivir en la guerra, a vivir entre muertos. Cuando los vivos sienten más estupor por la vida que por la muerte, el asesino se ve obligado a agudizar su creatividad mortal. Aparecen entonces los que violan y matan madres delante de sus hijas, los cuellos bomba, las minas antipersonales, los que tiran personas desde una avioneta si “no cantan”, los descuartizamientos, los soldados que juegan fútbol con la cabeza de sus víctimas, las fosas comunes… Y nada nos asombra… Y nada nos conmueve.
Y para el victimario nunca es suficiente porque, sospecho, con cada muerto muere una parte de él. Carlos Fuentes nos da pistas en La muerte de Artemio Cruz: el asesino –y el que aún no ha sido asesinado- solo conocerán el magro sabor de la muerte cuando los asesinados puedan hablar: “Tú solo has matado como yo, sin fijarte en nada. Por eso nadie sabe lo que se siente y nadie puede contarlo. Si se pudiera regresar, si se pudiera contar qué es eso de escuchar una descarga y sentirla sobre el pecho, en la cara. Si se pudiera contar la verdad de eso, puede que ya no nos atreveríamos a matar, nunca más; o puede que a nadie le importaría morir… Puede ser terrible… pero puede ser tan natural como nacer”.
Aún si los muertos pudieran hablar no los escucharíamos. Suponemos que no dirán nada que no sepamos. Su rol es otro. Un rol, dice Martín Caparrós en Crecer a golpes, que ellos no escogieron: “La historia no los registró por lo que hicieron sino por lo que les hicieron: secuestrados asesinados escamoteados, desaparecidos. No fueron, para la historia, los sujetos de sus propias decisiones, sino objeto de las decisiones –violentas, criminales- de otros: sus verdugos. Aquellos muchachos y muchachas perdieron, con sus vidas, sus historias.”
Démosle nombre y voz de vivos a nuestros muertos. Avergoncémonos. Llamemos por sus nombres a los asesinos. Pensemos en lo que pudieron ser si no fueran lo que son. Experimentemos la inoperancia del arrepentimiento. Intentemos escribir una historia que no esté manchada con sangre, ¿qué más podemos perder? Arriesguémonos, y quizás así nos demos cuenta que nuestros muertos dicen mucho más de nosotros que nuestras telenovelas.