Sin razón se queja del mar el que otra vez navega
Séneca
El acto de quejarse es natural e intuitivo. Está inherente al dolor y manifiesta, por ende, la inconformidad primariamente sensorial frente a algún evento. Hace parte de nuestra ataviada cotidianidad.
La Real Academia define “queja” como: “Expresión de dolor, pena o sentimiento”. En su segunda acepción la estima como: “Resentimiento, desazón”. Nos quejamos porque llueve, porque hace sol; porque tenemos hambre, porque estamos llenos. En esta medida, se asume que la queja resume la pérdida de un equilibrio.
Más allá de esto, hay una bipolarización entre quienes expían sus inconformidades reservadamente, y otros que elevan sus opiniones con más ahínco. Ambas intenciones son igualmente respetables. En cierta medida, se ha asumido, a veces, como una actitud perniciosa y necia. Para esto hay un principio básico que se ha aplicado culturalmente y que proviene de la filosofía oriental: “Si tu mal tiene remedio ¿por qué te quejas? Si no lo tiene ¿por qué te quejas? Podría responder aventuradamente y, quizás con un poco de legítima sandez si se me permite, que nos quejamos precisamente porque la queja puede ser una forma declaratoria de una transformación. De lo contrario, le estamos restando el poder catártico a la evolución del ser. Además, vivimos en una sociedad colmada de numerosas formas de opresión, por tanto, la queja es una de las pocas formas de manifestarse.
Si alguien prefiere callar y vivir sus perturbaciones en la soledad de su recinto sin quejarse en público, nadie debe impedírselo. Si, en cambio, prefiere elevar una protesta nacida desde su experiencia, pues esta es la mejor maestra, y con la intención de hacer tal o cual pedagogía, bien podrá hacerlo. Debe concebirse que las acciones no siempre son correctas o incorrectas, sino divergentes.
La queja es la petición hacia un cambio, es de albedrío de quien la escucha si la acata o no. Es una expiación legítima y automática, pues es lo primero que hacemos al nacer y es de las causas por las que más nos reprenden nuestros padres. Sin ella, rara vez habrá cambio, o hay algunos que, como afirma implícitamente Carlyle, lo logran: “Nunca debe el hombre lamentarse de los tiempos en que vive, pues esto no le servirá de nada. En cambio, en su poder está siempre mejorarlos”.
Por algo existen en las instituciones las unidades de quejas y reclamos. Por algo se dio nuestro grito de Independencia, aunque fue aparente. Si alguien prefiere soportar el dolor cuando se quema accidentalmente y no gritar porque no está de acuerdo, bien pueda y, si lo hace, le ruego me avise cómo fue capaz de sobreponerse al instinto y así yo redefinir mis ideas sobre el sentido de autoprotección. Es válido quejarse para que el ruido interior no nos aturda el alma. También lo es no hacerlo. Ni lo uno ni lo otro nos hace más o menos importantes ni más o menos sensatos. La ejecución radica en su contexto.
De igual manera, a veces este acto constituye cierto egoísmo y pesa en el carácter territorial de nosotros, pues solemos criticar el defecto ajeno, a veces sin afectarnos propiamente, pero lo hacemos por el mismo acto de que no resolvemos nuestro propio conflicto. Ya lo avisa el pensador argentino José Ingenieros: “Los que se quejan de la forma como rebota la pelota, son aquellos que no la saben golpear”. En esta medida se da que la ruptura de nuestro significado o el valor del mismo, surge a partir de los baches que encontramos en el significado del otro.
El problema de la queja no es la queja sino su forma, para eso existe el argumento como fiel herramienta de resolución de problemas. Deben ir de la mano, porque la protesta infundada es lo que convierte a una idea colectiva en un fanatismo ciego y terminamos alabando el discurso de algún caudillo.
El otro gran factor que le puede dar una trascendencia desfavorable a la queja, estalla cuando se convierte en una costumbre exagerada y se incrusta de tal manera en nuestra forma de accionar que termina por restarle credibilidad al argumento y, a veces, prorrumpimos en el insulto desaforado como estrategia desesperada. Para eso es mejor, por no decir indispensable, leer, instruirse, darle relieve al sabio efecto de la escucha, porque si adoptamos el quejido colectivo sin un pleno desarrollo de la ideas, incurrimos en la ignorancia.
La mejor ilustración de lo anterior, resulta cuando pasamos cuatro años elevando venturosos nuestro grito de aparente rebeldía, pero terminamos votando por los mismos y caemos en el círculo vicioso de una torpeza que resta consecuencia y eficacia a nuestro papel en una democracia (perdonen la rima). Es más constructiva la queja cuando desencadena un marco dialógico de soluciones y cambios comúnmente beneficiosos y no cuando es para trazar fronteras entre individuos, escondiendo inconscientemente la única arma limpia y sostenible: la palabra.