Aquel hombre que maltrata a una mujer, no puede haber venido del sacro vientre de una de ellas. Y, aquel que abusa de una niña, sencillamente, jamás debió haber nacido. Ni hablar de quien además de secuestrar, abusa y extermina la vida de una pequeña. Monstruosidad satánica.
Como hombre, aborrezco desde la médula a los de mi género que parecieran haber nacido de la matriz no sé de qué; cuando envalentonados degradan a la mujer. La humillan, la ultrajan, la agreden, menoscabando desde la cerviz hasta la cérvix, su armónica y preciosa esencia femenil. Remedo miserable de varones; no hay otro modo de calificar a quienes ven a la mujer ¡aún hoy día! no como un ser equivalente a aquella que los engendró y dio la vida, no como una creatura “íntegramente semejante”, sino como alguien (o peor aún “algo”) inferior.
Y abundan en pleno siglo XXI los arcaicos y nuevos machistas, muchos de ellos, “bisoños” ciertamente, “cafrecillos” de mucho menos de 25 años, que ya tratan a “sus mujeres” como si fueran de su tiznada propiedad.
Cuantiosas publicaciones de El Espectador, Con la Oreja Roja y demás medios durante el año 2016 que ya fenece, se vieron salpicadas con temas de iracundo sadismo machista, de infames y malévolas conductas propinadas por hombres, quienes destrozándole o quemándole la humanidad a sus parejas, hicieron perfecta gala de su condición de ominosos salvajes.
No quiero mencionarlos, ultrajarían y pudrirían esta columna, con solo aludir a sus siglas; muchos de ellos, prestantes señores, presidentes de multinacionales, con elevados poderes adquisitivos, apellidos de alcurnia, páginas rosa en revistas de jet-set y etc; a quienes no les bastó sobornar (chantajear) y amenazar a sus parejas, sino que esclavizándolas, también las golpearon y humillaron hasta decir no más. En privado y aún en público, por supuesto.
“Respetables señores” con alma de matones a sueldo, pécoras ocultas tras “sonoros” apellidos o mimetizados en círculos faranduleros y oscuramente superficiales. Nombrarlos no vale la pena, pero usted, que está leyendo estás líneas, muy bien sabe quiénes son.
Desadaptados buscando vengarse de un antiguo amor que jamás les perteneció, inciviles que hacen con la mujer que tienen al lado, lo mismo que quizá su padre hacía con su madre; psicóticos y perturbados, alcohólicos o drogadictos, truhanes natos, o, simplemente, fanfarrones perversos ataviados de finos trajes, encopetadas profesiones, visitas frecuentes a campos de golf y clubes extravagantes, seguidos de escoltas y asediados de reuniones “de caché”.
Pero, en fin, cualquiera que sea el “delirio” o la patología que pueda llevar a un hombre a maltratar o acabar con su mujer, muchos de esos seres atroces lo hacen absolutamente conscientes y motivados exclusivamente por esa odiosa, errada y asquerosa convicción de autoridad y poder; de propiedad privada sobre la humanidad de la yunta (pareja). Una visión esclavista manifiestamente rancia y cruda no solo de aquellos infames, quienes por el hecho de llevar el pan a la casa y sostener solos el hogar, energúmenamente creen ya tener derechos de título y propiedad sobre la mujer y toda licencia de ultrajarla, hasta liquidarla incluso.
Machistas insensibles.
Primitivos delincuentes, la gran mayoría, presos de las apariencias y vejados por la riqueza o por lo menos, alguna posición “social” preferente (o aparente).
El machista obstinado es un agresor en celo, y si lo es de aquellos de conducta repetitiva y rayana en laceraciones y equimosis de naturaleza diversa, definitivamente, es un feminicida en potencia.
Cobardes demenciales con holgadas frustraciones, resentimientos enquistados, bajas autoestimas ocultas, pánicos devastadores o como se llame ese repulsivo hábito. Cobardes que toda mujer debería rechazar, la sociedad entera excluir y, jamás dejar de denunciar. Cobardes que el mundo debería para siempre, aislar.