El 14 de julio de 1789 en la Asamblea Nacional Constituyente surgida durante la Revolución francesa, se discutió la propuesta de un artículo que establecía el veto absoluto del rey a las leyes aprobadas por la futura Asamblea Legislativa. La anécdota cuenta que los diputados que estaban a favor de la propuesta de mantener el poder absoluto del monarca se situaron a la derecha del presidente de la Asamblea, mientras que los que estaban en contra, y defendían que el rey sólo tuviera derecho a un veto suspensivo y limitado en el tiempo, poniendo la soberanía nacional por encima de la autoridad real, se situaron a la izquierda del presidente.
Dos siglos después de dicha asamblea, el mundo occidental se sigue debatiendo entre las opciones políticas que defienden y promueven los cambios políticos y sociales frente a los que se oponen a estos y defienden el statu quo. Si nos aferramos a esta definición, no podríamos ser muy severos con la clasificación; las mutaciones y los extremos a los que han llegado estas dos opciones hace difícil diferenciar cuál es cuál, aunque existe una inclinación a definir las ideas de derecha a las políticas neoliberales e izquierda a las políticas socialistas.
Lo anterior no se puede generalizar porque, por ejemplo, en el caso Trump, presidente electo de los Estados Unidos y representante de la ultraderecha, sus promesas de campaña promovían políticas proteccionistas e intervención del Estado, prácticas asociadas a los principios del socialismo y generalmente relacionadas con la economía de izquierda.
En medio de tanto enredo, posiciones extremas y deterministas, se hace necesario evolucionar y dejar este debate atrás, debate que por cierto, nos ha salido costoso, hasta el punto de matarnos por las diferencias. Estas discusiones entre izquierda y derecha deben transcender hacia la búsqueda de una verdad, y el camino para lograrlo debe ser la ciencia.
No importa desde qué orilla vengan, todos los proyectos políticos tienen un denominador común: progreso y mejores condiciones para los ciudadanos, ya sea por la intervención del Estado o que lleguen por un crecimiento económico generalizado. Los proyectos deben tener metas con unas características, estas deben ser específicas, realistas y alcanzables, estar en la capacidad de ser puestas en práctica, observadas, cuantificadas y ajustadas de ser necesario.
El método científico nació en el siglo XVII. Descartes en su obra el «Discurso del método» define por primera vez las reglas para dirigir bien la razón y buscar la verdad a través de las ciencias, teniendo en cuenta dos principios básicos: primero que las ideas o teorías puedan ser comprobadas, el segundo principio y pilar del crecimiento asociado a la ciencia es que también las ideas pueden ser refutadas, esto significa rechazar la validez de la idea o afirmación mediante razones y argumentos. La ciencia se basa en el desarrollo de una tesis, experimentación, observación, mediciones y ajustes, no se trata de establecer teorías fijas, deterministas o totalitarias sino todo lo contrario, la ciencia exige de quien la practica la capacidad de aceptar errores y corregirlos consecuente con las observaciones.
Lo que hace unos años resultaba imposible de comprobar, el avance de la tecnología y las herramientas para el análisis de datos nos lo trae a la mano, por ejemplo: podemos saber cuánto invierte un país de su PIB en educación, investigación y desarrollo, y observar la relación directa de esa inversión con el nivel de crecimiento; la ciencia de datos ha permitido el nacimiento de nuevos indicadores y medidas que evalúan el avance de un país en diferentes campos: educación, agricultura, cobertura de salud, producción o niveles de corrupción; es posible determinar el efecto de los TLCs en la balanza comercial, identificar las consecuencias directas de las decisiones que se toman. Si superamos los debates simplistas entre extremos podríamos diseñar políticas, poner estas a prueba, encontrar los errores e implementar correcciones, en definitiva, aplicar ciencia al desarrollo de un país.
Colombia figura en los listados como el país más desigual de América Latina, con el mayor índice de desplazamiento, entre los niveles más bajos de educación y cobertura de salud, empleo y seguridad, pero destacamos, eso sí, en violencia e inseguridad. El camino que tenemos para recorrer es muy largo y las polarizaciones hacen que nos alejemos cada vez más de ese objetivo común. Por el momento, hasta que no se elimine el discurso extremo y simplista y no consensuemos otros caminos, seguiremos siendo un país fachada, con caras sonrientes pero rajado en todo.