Aún huele a plomo y azufre.
A sangre, barro, lodo, infamia y desgracia.
Treinta y un años que parecen treinta y un días, cumplidos el pasado 6 de noviembre.
La memoria de la patria ha sabido honrar a las víctimas tanto de una como de otra indeleble tragedia.
El Palacio, envuelto en llamas y el estruendo de las bombas esputadas por los tanques de guerra, aún retumban en los sentidos de los colombianos.
Y el coraje de la bella por siempre, Omaira Sánchez, resistiéndose a aquel aciago e imperecedero 13 de noviembre y, sonriéndole juguetona incluso al cortejo de la tétrica hoz; aún abrazan y sobresaltan nuestros recuerdos.
Pero, en la memoria del pueblo también estalla el grito de los desaparecidos.
Retuerce el alma conocer cada vez, hechos más escalofriantes en torno a las desapariciones no solo de muchos de los sobrevivientes de la toma de Palacio de Justicia, sino también de centenares de niños “armeritas” que aún respiraban después del último paso atroz del endiablado alud.
Desaparecidos en Palacio, y no propiamente por las demenciales y homicidas hordas que quisieron, en principio, apoderarse de él, sino (muy problablemente), por aquellos que pretendieron liberarlo del secuestro guerrillero. Qué asquerosa ironía. Cuerpos de sobrevivientes inocentes y restos de ellos, hallados con el correr del tiempo, con proyectiles incrustados o sólida evidencia de haber sido ultimados por manos no subversivas.
Y, desaparecidos en Armero, y no propiamente por la ira del «volcán», sino por «traficantes» de niños, oportunistas y “aves de rapiña” quienes, con la aquiescencia tal vez del Estado, «desaparecieron» niños sobrevivientes para exportarlos, feriarlos o simplemente, venderlos al mejor postor. Inaudito.
Crueles revelaciones de madres quienes, a través de un vídeo, conocieron la evidencia de sus hijos vivos, a quienes llevan diez, veinte y treinta años buscando, sin que los entes gubernamentales les den una respuesta sensata. Solo evasivas y el cinismo y torpeza característicos de un denostado, insensible y enajenado Estado.
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Por otro lado, y, a propósito de «desapariciones», El Espectador a través de una copiosa y seria investigación reciente, ha venido publicando los últimos días un acervo probatorio que difundido por capítulos, pareciera estar “desapareciendo” gran parte de la tesis que desde 1989 reinó a propósito del miserable incidente y ahora presunto atentado que hizo volar en pedazos el inmemorial vuelo de Avianca 203. Una secuencia de hechos, acciones y omisiones reveladas por el diario capitalino, reforzarían esa nueva hipótesis que emerge con fuerza.
¿Se equivocó la justicia? ¿Fueron apresuradas las pesquisas recolectadas por las autoridades de aquel entonces? Flaco favor le hizo la justicia a la historia de la nación si obró con impericia. Justicia vulnerable, justicia mancillada, justicia desaparecida, manifiesta en ese caso como en cientos más.
Por ello y más es que la justicia en esta nación, y para nadie es un secreto, pareciera haber perdido su nombre. Porque para muchos no es Justicia sino «Injusticia» y, porque la majestad de su investidura se ha marchitado, la firmeza de su adarga ha cedido, el filo de su acero ha desaparecido y, el brillo de su báscula se ha tiznado.
Hasta la cúpula del poder judicial, los inmundos tentáculos de la corrupción han llegado, estrangulándola en su vértice más consentido y orgulloso. La credibilidad de la justicia sigue en vilo. Por sus múltiples nódulos de corrupción y por su manifiesta ineficacia e incompetencia. Por sus «ene mil» veces que blande su espada con timidez y flaqueza. Por su impotencia ante tanto violador de la ley. Porque su dignidad “desapareció”.
El pueblo sapiente y el iletrado han perdido la confianza no solo en la justicia, por supuesto también y, ante todo, en sus legisladores y políticos en general, a quienes se les desapareció además de la honra, la vergüenza. Hace mucho tiempo.
Y, no solo desapareció el respeto por todos los estamentos de la Nación; también desde las entrañas de la sociedad desapareció el respeto por nuestros congéneres y por nosotros mismos.
Desaparecieron los buenos modales, los hábitos exquisitos; en la mesa, en la calle, en el cortejo, en la escuela, en el barrio, en el vecindario, en las ceremonias, en la iglesia, en la sombra, en la luz, a mediodía, en la noche, aquí y allá.
Desapareció la cortesía y la confianza; por el vecino, el hermano, el marido, el maestro, el socio, el jefe, la autoridad, el cura, el policía, el banquero, el boticario y el alcalde.
Y, también desapareció la tranquilidad, la libertad de expresión y la paz. Reemplazándola por la zozobra, el yugo y la guerra. O, por lo menos, eso es lo que buscan quienes armados de bombas, rifles, ira y demencia quieren asesinar la calma. Aquellos que se inmolan en nombre de una infamia o se persignan después de masacrar. Aquellos que azuzan el terror desde las tribunas de la oscuridad y la hipocresía, o callan a plomo la voz de los virtuosos.