Colombia vivió bajo el imperio de la Constitución de 1886 durante más de cien años. Es cierto que se hizo modificaciones de tipo funcional. Que se trató incluso, de introducir el Estado Social de Derecho, mediante la Reforma constitucional de 1936. Que hasta se pretendió reformar el Concordato con la Sede Apostólica y recuperar para el Estado la soberanía estatal en cuanto al registro civil de las personas y en materia educativa y cultural.
Trabajosamente el país logró mediante la Ley 20 de 1974, aprobatoria de la Reforma del Concordato con el Estado Vaticano, introducir el matrimonio civil como práctica legal que, poco a poco, fue aceptado por un entorno social pacato y de doble moral. Aunque el divorcio vincular y la despenalización de casos extremos de aborto, tuvieron que esperar hasta el presente siglo para poder ganar un lugar en la pensamiento común cotidiano.
Pese a todos esos esfuerzos, la mentalidad promedio colombiana siguió atada a los rejos de las campanas. Somos una sacristía de tamaño mayúsculo, con la circunstancia agravante de que ahora no es solo la Iglesia católica el principal agente del atraso mental de los ciudadanos, pues en tan ímproba labor le han salido competidores de gran fortaleza.
En efecto, cuando se expidió la Carta de 1991, los demócratas respiramos agradecidos porque al fin se iba a poder disfrutar de algún grado de pluralismo. Ya no habría esa odiosa discriminación de la decimonónica carta que consagraba una teocracia y al país al Corazón de Jesús.
Pensábamos que, por fin, se podría tener pensamientos disidentes sin que ello implicara anatemas morales y, mucho menos, materiales.
Vana ilusión, porque si algo ha puesto de manifiesto el fallido plebiscito del dos de octubre, es que estamos peor que antes: los credos más intolerantes, las actitudes más descalificadoras, las mayores agresiones a la pluralidad y la diversidad cultural, provienen ahora de las iglesias disidentes envalentonadas con el pluralismo de la Constitución que les dio voz y audiencia general, al punto que casi podría decirse que los mayores enemigos de ese pluralismo constitucional son, precisamente, los portavoces de los credos otrora sometidos al silencio.
Evidente. Bajo la Constitución clerical e intolerante de 1886, solo teníamos que lidiar con la intransigencia de Roma y de sus monseñores católicos. En cambio, hoy resulta que bajo la apertura de 1991 nos está a tocando vérnoslas con un surtido de intolerancias de todos los cuños y sabores: hay miles de iglesias y de cultos, iglesias de garaje, rebaños de ovejas que siguen a pastores de diversos pelambres: los hay taumaturgos, los hay iluminati y hasta los hay armados, que salen en videos amenazantes para anatematizar los acuerdos de paz firmados con los grupos armados ilegales.
Estafadores, a secas, que sacan gran provecho de la estupidez, pero, sobre todo, de la necesidad humana de recibir consuelos, ilusiones y caricias espirituales en un mundo duro, caracterizado por una forma de materialismo desvergonzado y burdo que afinca sus principales valores en el tener y no en el ser.
Negros nubarrones se asoman en el porvenir, si la sociedad colombiana no se pellizca para regresar al ejercicio público de la razón de que hablaba Kant.
La religión es un elemento cultural y nacionalitario. Es una especie de reconstituyente espiritual para almas débiles y mentalidades desvalidas. Un instrumento útil para el control de la sociedad. Aunque no deja de ser un ingrediente deletéreo. Por eso, como todos los venenos, debe ser administrado en dosis homeopáticas, es decir en pequeñas cantidades y de manera controlada, para evitar la saturación tóxica.
Y el único antídoto que se conoce para esto es la ilustración y la cultura. La formación en valores laicos, la promoción del pensamiento crítico y socialmente solidario. Lo demás es oscurantismo.
Publicado el: 15 Nov de 2016