La democracia no es perfecta ni imperfecta. Es como una moneda: tiene dos caras. Su apreciación depende de qué lado caiga y de quién la cuente, o dicen por ahí: cada cual cuenta la fiesta según cómo le fue.
También hay que decirlo: la democracia, que basa su legitimidad en el poder de las mayorías, no siempre tiene la razón o, para ser más precisos, no siempre toma las decisiones correctas jurídica, legal y constitucionalmente.
Un ejemplo para aclarar y recordar: Álvaro Uribe como presidente promovió la realización de una consulta popular que dejara en manos de los colombianos la decisión de si le permitía aspirar a un tercer mandato. En caso de que la Corte Constitucional no hubiera declarado inexequible esa posibilidad, con seguridad las mayorías de esa época habrían permitido a Uribe hacerse al poder hasta 2014, dada su amplia popularidad que lo llevó a ostentar niveles de aceptación que no bajaron del 63 por ciento y que subieron hasta el 85 por ciento en 2008. Democrático, sí; legítimo, sí; pero legal y constitucional, no.
No obstante, los tiempos han cambiado. La reelección en Colombia se acabó y hoy no se discute el tercer periodo de un Presidente, sino la refrendación ciudadana de los acuerdos para la terminación del conflicto entre el Gobierno Nacional (o más bien el Estado colombiano) y la guerrilla de las Farc, a razón de una “promesa” de Juan Manuel Santos para que los colombianos tuviéramos la última palabra en el Proceso de Paz.
El Plebiscito es la promesa hecha verdad que se llevará a cabo el próximo 2 de octubre. Pero a pesar de que no hay marcha atrás y de que -espero así sea- gane el Sí, vale la pena dejar el interrogante de si fue necesaria esa movida política.
Si bien aclaro que, a mi concepto, la democracia es como una moneda y que la pregunta del Plebiscito -por más peros que le pongan- no interroga sobre la paz en general del país, hay que tener en cuenta que en un escenario de victoria del No en las urnas, jamás cabrán dudas de su legitimidad, pues ganaría por el voto de las mayorías; pero, en todo caso, sí amplía las dudas y falencias de nuestro país como Estado de Derecho.
“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, dice la Constitución Política de Colombia en su artículo 22. Luego entonces, la búsqueda y obtención de esta (como ahora con la terminación del conflicto armado con las Farc) es un derecho al que todos los colombianos tenemos per se su cobijo, y que, por tanto, no tendría por qué ser llevado a las urnas para ser una realidad.
Un Estado de Derecho se rige por el sistema de leyes e instituciones ordenado en torno a una Constitución que es fundamento jurídico de las autoridades, funcionarios y ciudadanos que se someten a las normas que allí reposan. Y si vamos a su aplicación, en Colombia ningún derecho debería jugarse su legitimidad mediante una votación. Como en este caso: el fin de la confrontación armada con las Farc que, si bien no nos va a volver un país perfecto, sí permitirá poner los ojos a otros problemas, como la corrupción, que han pasado de agache desde siempre.
Esta columna no gira en torno a partidos políticos, ni a si Colombia será la próxima Cuba o Venezuela, ni tampoco de si se le entregará el país a la guerrilla o del dinero de las arcas públicas que se mueven alrededor de los comicios, correcta e incorrectamente: es una reflexión ante la circunstancia en la que el No salga ganador.
De hecho, y también a mi parecer, el Plebiscito por la Paz pasa por encima del Estado de Derecho, y por lo menos en la fecha en que se vote, seremos un peligroso Estado de Opinión que no se rige por un marco jurídico, sino por la percepción de la opinión pública que, en el contexto de Colombia, atraviesa por una polarización mediática Uribe versus Santos.
Es como si en los grados undécimo de un colegio, a pesar de que el manual de convivencia indique que está prohibido usar el celular en horas de clase para chatear por WhatsApp o revisar las redes sociales, se someta a votación si los estudiantes pueden usarlo en horas de clases. Probablemente ganarían. O como si se sometiera a votación que los bebés pudieran estar presentes en sitios públicos con la condición de no hacer ninguna clase de berrinche.
Un innecesario y peligroso Plebiscito: porque desconoce el derecho y el deber de la paz y somete a los ciudadanos al riesgo de que por una “promesa” populista el Estado de Opinión decida algo que la legalidad y constitucionalidad deben garantizar. Al fin y al cabo, bien dijo Benjamin Franklin que “la democracia son dos lobos y una oveja votando sobre qué se va a comer”, e igual de acertado lo afirma Frank Underwood -el protagonista de la serie House of Cards-: “la democracia está sobrevalorada”.