Como uno tiene amigos para todo, existen aquellos con los que, básicamente, te encuentras para pelear, contradecir y, si acaso, intentar conversar. Me pasa con una amiga, a la que aprecio bastante, y cuya frase más frecuente hacia mí es: «odioso, chocante… Cuánto te quiero».
Aunque sabemos que no podemos hablar de política, porque a ella se le sale el Uribito que lleva adentro y a mí ese corazón (y la mano) que tengo a la izquierda; hace poco, en un esperado encuentro, sólo nos faltó tirarnos los platos de la cena por cuenta del tema de moda: la política local y nacional, los diálogos de paz y la firma del plebiscito.
Yo quisiera que mis amigos y familiares pensaran más o menos parecido a mí o, cuando menos, compartieran unos mismo valores y una misma idea de país. Pero no es así. Y muchos dirán, con buena razón, que esa es precisamente la gracia de los amigos (a los que uno escoge) y de la democracia: ser una pluralidad de voces variopintas, cargadas de matices y contrastes. Pero claro, si entendemos que lo político no es más que una idea de lo ético y que cuando valoramos y actuamos estamos defendiendo esa idea de país, además de nuestras más profundas convicciones y principios, entonces creo que toca repensar este asunto.
Siempre he creído que de los tres huevitos del expresidente colombiano Álvaro Uribe: seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social, el que primero se viraguó, y luego se pudrió hasta quedar reducido a mortecina, fue su cacareada cohesión. Su consecuencia más visible ha consistido en dividir y poner a pelear a una nación entera. Él mismo lo hizo en sus ocho años de gobierno y lo ha continuado haciendo en los últimos seis como senador (¿acaso vitalicio, como Pinochet?) y líder de la oposición a su exministro de la guerra, Juan Manuel Santos.
El derrumbe nacional llegó a tal punto que, si algún uribista me refuta con insultos lo que hasta aquí he dicho, como es habitual en redes sociales, pues ya estaría confirmando la regla: nos odiamos por deseo del patrón.
No tengo conocido, compañero o amigo que no repita este cuento: En mi casa no se puede hablar de política, tengo una madre (abuela, tío, prima, cuñado) uribista hasta los tuétanos. Si el tema se pone en una visita de tías se arma el tierrero, en tal grupo de WhatsApp vivimos como perros y gatos, a ver cuál grita u ofende más, una amistad de toda una vida se perdió…
Y claro, no toda la culpa es de Álvaro. Él también es heredero (y siervo) del único poder que ha imperado en 200 años de república. El poder de derecha.
Como a Uribe, considero a mis amigos hombres y mujeres supremamente inteligentes y no caería en la torpeza de decir que su voto negativo por el acuerdo de paz, que hemos firmado y estamos próximos a refrendar, se deba a su ignorancia o a su capacidad de entendimiento.
Como Álvaro, eso sí creo, mis amigos, conocidos y familiares uribistas están más o menos afectados de exceso de derechismo. El médico noruego, Gernot Ernst, tiene una explicación neurocientífica para esto: «Internet, literalmente, bombardea con mierda a las personas. Las redes sociales están plagadas de pseudoargumentación, generan egoísmo y con ello es fácil burlarse de asuntos realmente serios…Y lo más peligroso de todo: generan miedo: Y el miedo es la materia prima de la derecha», señala el profesor Ernst. Así, no es de extrañarnos que la mayor fuente de argumentación de quienes padecen de derechismo sean las selfies, memes, chats, fotos y videos que reciben y comparten con entusiasmo por la red.
El derechismo es defensor a ultranza del statu quo, que los uribistas traducen, sin sonrojarse las mejillas, como: Es mejor guerra conocida que paz inexistente. Esa guerra se hace para lograr el orden y el orden se mantiene con la guerra. Para eso se construye un enemigo y su odio se alimenta con el pobre que va al campo de batalla y la gran clase media que, básicamente, contempla estos juegos del hambre a través de las imágenes bien editadas que pasan los noticieros en la tele. Así, esa incapacidad de pensamiento crítico es cultivada sistemáticamente desde los medios de comunicación.
Aunque suene paradójico, y pese a los más de siete millones de víctimas colombianas, siempre hay que recordar que ésta es un guerra que se peleó en el campo y cuya terminación la decidiremos quienes, en su mayoría, jamás hemos sido afectados por sus consecuencias directas. Se trata de una guerra librada en el 40% del territorio, pero cuyas noticias nos son tan ajenas que parece que todo ello ocurriese en territorio de Venezuela, Ecuador o el Perú amazónico.
En el libro Guerra, la escritora danesa Janne Teller invita a ponerse en el lugar del otro. ¿Qué pasaría si usted se levanta un día, mira por la ventana, sale a la calle y se da cuenta de que su ciudad o su barrio está en guerra?, se pregunta Teller, y agrega que sólo una ciudad de personas indulgentes y generosas puede curarse de la guerra.
Ahora, aliviarse del derechismo es difícil, más no imposible. La prueba está en que miles de esos colombianos que hoy están convencidos de la paz, nacieron y crecieron en esta Colombia de derechas, entre familiares gravemente contagiados de derechismo y su mejor máquina de propaganda: el uribismo.
Uno se alivia, en primer lugar, investigando, leyendo, sí que leyendo, repasando la historia, pero no en redes sociales, ni en el Rincón del Vago, ni en la RCN de Claudia Gurisatti, sino en las fuentes primarias. Por eso usted no verá a un intelectual, a un artista, a un humanista, a un deportista o a un académico serio diciéndole no a la paz. Si lo hace es porque ya forma parte de los cuadros directivos de la ultraderecha y sabe que debe servir a su nuevo amo, patrón de la guerra.
Se alivia también cultivando el diálogo o, mejor, la dialéctica, para usar el término platónico. La dialéctica implica saber escuchar al otro, discernir, disertar y contradecir con base en argumentos ampliamente sustentados. Ahí toca bajarle a la pasión sorda, al yo creo, a mí me parece, para qué si todo sigue igual, todos mienten, todos traicionan.
Me preocupa que cuando les pregunto a mis amigos uribistas si han leído los acuerdos, o al menos sus múltiples resúmenes y materiales pedagógicos (al alcance de cualquier mortal), no lo hayan hecho y, más bien, acudan con facilismo, a la deformación e interpretación amañada que de éstos hacen sus detractores.
En cambio de ello, repito, toca estudiar o preguntar y debatir con ideas, con estudios, con estadísticas confiables. ¿Cuántos hemos leído, por ejemplo, el Basta Ya o los múltiples estudios elaborados por el equipo serio y responsable del Centro Nacional de Memoria Histórica, con el fin de conocer con detalle las profundas causas del conflicto armado? Ésta debería ser una tarea obligada para cualquier colombiano.
Cualquier cifra que nos hayan dejado los años de guerra en Colombia, con sus millones de víctimas, muertos, destrucción y miseria, se cae ante la tranquilidad, el bienestar y el progreso de una paz imperfecta. Con los 10 procesos de paz (incluido el actual) que hemos celebrado en este suelo, siempre (aunque con sus errores) nos ha ido mejor que alimentando la voraz guerra.
Si el derechismo no se cura así, entonces toca recurrir a una tríada que le escuché hace poco a la senadora Claudia López: amor, compasión, solidaridad. Yo agregaría espiritualidad y fe. Mi gran amiga @DianaCatta me contó que su familia comenzó a bajarle al tono de la conversación y a ver la paz como un estado posible cuando ella les habló del perdón y el amor al prójimo que predicó Jesucristo. Al fin de cuentas, para algo bueno tiene que servir la religión.
Vuelvo a los amigos, a la familia. Yo quisiera que todos ellos, que me conocen y me quieren más que a Uribe y a quienes conozco, quiero y respeto, por encima de Uribe, creyeran más en mi idea de país que en la que les venden a diario los medios y el señor de la guerra. No porque yo sea más sabio, o más poderoso o más influyente que todos éstos, claro está. Pero sí porque me mueve una ética inquebrantable hacia el bienestar colectivo, porque no pongo en juego la honestidad y el respeto, porque asumo que el amor y la generosidad del corazón son los instrumentos más valiosos para alcanzar esa paz que, en el fondo, la mayoría de colombianos queremos y porque, aunque parezca argumento tonto, aquellos con quienes vivo la vida seguirán siendo mi familia y mis amigos, y yo elijo para ellos la paz, su derecho a vivir como seres humanos.