Estados Unidos es una nación políticamente degradada. Hoy compiten por la presidencia los dos personajes más detestados por los estadounidenses. Pero, quizás también sean (Trump y Hillary) los candidatos con más suerte en la historia de Estados Unidos puesto que están compitiendo contra la única persona con la que tienen cierta posibilidad de ganar. Sí, tal es la desazón que muchos votarán por Trump para evitar que gane Hillary. Y otros votarán por Hillary para evitar que Trump llegue a la Casa Blanca.
El caudillismo y la demagogia en su estado más puro florecen en medio de la democracia más poderosa del mundo. El partido de Abraham Lincoln, el republicano, nunca había estado sumergido en un pozo tan negro y excremental como lo está hoy. Un partido reducido a la verborrea xenofóbica de un taimado que de vez en cuando la propala en sus tumultuosos discursos. Los debates republicanos fueron vacuos, repletos de insultos, argumentaciones tontas y falacias ad hominem, donde él imponía la agenda.
El populismo mesiánico que tanto daño ha hecho en Latinoamérica, se presenta hoy como una innovación espléndida para los Estados Unidos.
Se tiene que ser un completo degradado moral, para escuchar a un candidato proponer la deportación de once millones de personas y no sentir por lo menos náuseas. Para esta propuesta existen dos opciones. La primera, que cumpla la propuesta; la segunda, que no la cumpla. Es decir, tiene que decidir entre ser un déspota autoritario o un demagogo mentiroso.
A Hitler le costó seis años deshacerse de 6 millones de judíos, mientras que continuaba la guerra, exterminándolos por centenares en cámaras de gas. ¿Qué tendría que hacer este granuja para deportar once millones de inmigrantes en cuatro años? Pues no tendría otra opción que hacer uso de su despotismo autoritario.
¿Que va a construir un muro en la frontera con México? ¿Ha explicado cómo? Sí, ha dicho que decomisara las remesas de los mexicanos para pagar el muro. Sí, como lo oyen. A esto llamo yo, exaltación a la hijueputez. Pero no importa, el apoyo que recibe es incondicional. Él sabe qué clase de público lo venera y lo aplaude. Tanto así, que ha dicho de manera osada y tranquila que si disparara a gente en la Quinta Avenida no perdería votos. Con esa frase nos revela la ralea de sus seguidores, y la ignominia de sus doctrinas. Es decir, la doctrina de James Monroe en el siglo XIX fue “América para los americanos”. La doctrina de Trump en el siglo XXI será “América para los idiotas”. O Tal vez sí, y Mister Trump tenga razón en decir que no perdería votos. Por lo menos el voto de David Duke, líder del Ku Klux Klan, lo tiene bastante asegurado.
Me dirán de este magnate megalómano que puede ser lo que sea, pero eso sí, es políticamente incorrecto. Para sus seguidores eso es un “plus”. Para mí no lo es. Para mí es políticamente irresponsable. Tal vez tratando de imitar a Fidel Castro, Hitler, Chávez, Mussolini o Franco; todos políticamente iguales, dictadores de mala entraña, granujas desmesurados, déspotas despiadados, creyéndose todos salvadores de su propia patria.
Donald Trump, no es sino la suma de todo el sentir primitivo de la clase media y baja anglosajona. Su discurso antinmigrante no es nuevo. Durante el siglo XIX, una colosal migración irlandesa llegó a Nueva Inglaterra. Por ser católicos fueron ninguneados por los ciudadanos blancos protestantes de aquel entonces, que veían en ellos una amenaza a su cultura y costumbres. Fueron pues enviados a hacer los peores trabajos sin la remuneración justa. La migración Irlandesa introdujo a Estados Unidos cosas bastante valiosas y fueron mano de obra vital en la revolución industrial. Henry Ford, por ejemplo, aunque protestante era de ascendencia irlandesa.
El racismo y la discriminación son innegables en la historia estadounidense. El 8 de Agosto de 1925, por las principales calles de Washington un grupo torvo de encapuchados vestidos de blanco marchaba con gran ímpetu ondeando banderas estadounidenses. Portando velas en sus manos, se alineaban de cierta manera y logrando dibujar una cruz incendiada. De fondo se escuchaba una canción que decía: “cuando veas al Klan desfilando, no temáis porque su fe en Dios está asegurada. Cada día defienden la ley y el orden. Uníos al Ku Klux Klan esta noche en la ciudad.”
Los miles de participantes en el desfile solo representaban una pequeña porción de los casi cuatro millones de integrantes que poseía esta ignominiosa orden para aquella época. Casi el 15 por ciento de la población juraba fidelidad a la hermandad de encapuchados. Donald Trump, directa o indirectamente representa a este legado histórico de desconfianza y hostilidad para aquello que no sea protestante y blanco.
Por el otro lado, el partido demócrata ha perdido la oportunidad de tener un candidato que aporte argumentos e ideas inteligentes a la elección general. Clinton se dedicará a defenderse de las acusaciones atribuidas a su tenebrosa carrera política de más de una década.
Hoy Estados Unidos es un país dividido, no solo en el ámbito político, sino en el social. Las tensiones raciales han vuelto a florecer, la clase media estadounidense se siente cada vez más inconforme y el sentimiento antinmigrante se ha incrementado. Lamentablemente no escribo esta columna con la esperanza de que alguien tan insidioso como Donald Trump, no llegue a la presidencia de Estados Unidos. Posiblemente lo sea.
El mundo ha ido olvidando la lección de las dos guerras mundiales. La locura parece apoderarse de Estados Unidos. Masacre tras masacre al interior del país lo confirman. Un país completamente dividido, pero peor aún, inundado de armas.