Siglos de esclavitud, décadas de guerra, años de pobreza, las medidas de tiempo para medir la situación crítica de Colombia sobran, pero es contado el tiempo para llegar un punto de no retorno.
En un país donde la voz de los menos favorecidos es callada y tapada a diario, regresa el paro agrario, en las voces del campo que no aguanta más la pobreza y la falta de oportunidades, el paro campesino se empieza a reconfigurar en Colombia y con él una sensación de inconformidad que parece no hacer eco en una sociedad urbana silente y conformista.
Son varios los fenómenos que llevan al actual debacle agrario y el subsecuente despertar (aun tímido) de la sociedad, primero remontándonos a un pasado oscuro y sin reivindicación se vivió el crudo azote de la esclavitud y el colonialismo. Posterior a esto una cruda lucha partidista y de clases a mediados del siglo anterior, el surgir de una insurgencia en principio aparentemente libertaria que luego se deforma en un cruel ejecutor desde las selvas del país. Vienen los años tórpidos de la guerra de guerrillas y narcotráfico, el surgimiento de políticas de estado neoliberales y apertura económica, paramilitarismo y gobiernos reaccionarios de los noventas sintiéndose más fuertemente con la mano del uribismo hasta la fecha.
En todas estas fases el pueblo ha sido víctima sin voz de todo este conflicto, a pesar de su condición damnificada su silencio ha sido cómplice y ha permitido el ascenso al poder de burócratas que olvidaron el agro, dieron vía libre a la “apertura” económica que derivó en una inexorable derrota de la producción nacional.
En toda esta historia no se ha mencionado a quienes sufren realmente de todo este devenir nacional, es el campesinado, hombres y mujeres quienes se han visto en medio del fuego cruzado sea real o político; víctimas por expropiación, desplazamiento, muerte o simple ardid de los políticos de turno que venden el campo que no es de ellos, que permite la entrada de competencias voraces que acaban con el producto nacional frágil desde su nacimiento por alto costo en su producción.
Son los olvidados, las bocas sin voz ni alimento quienes padecen día a día de las políticas excluyentes de los gobiernos falaces que con sus eslóganes de campaña solo han dejado ilusiones que se convierten en mentiras, irreales que no llenan los estómagos de niños, mujeres y adultos campesinos, afrocolombianos e indígenas; se profundiza la inequidad y se hacen menos visibles en las penumbras del olvido sus necesidades (ocultadas o minimizadas por medios de comunicación sesgados), que son ajenas a esa tímida masa urbana que vive la política como un chisme y no como una participación activa y necesaria para la equidad social.
Hoy esos olvidados y los que parecen no tener memoria deben (o debemos) abrir los ojos ante una realidad cruel, ocultada por años de represión, circos mediáticos e incumplimientos, se necesita despertar el clamor de una sociedad que no quiere más víctimas, por abandono o por guerra, por hambre…
Sí, lo que tiene Colombia es hambre, un hambre voraz y centenaria de justicia y de alimento, de oportunidad y competitividad; del letargo (y/o miedo) impuesto por los gobiernos represores que privilegiaron el paramilitarismo, la venta estatal por múltiples TLC y prebendas arancelarias a los “socios ricos”, es hora de despertar a una nación famélica para saciar un hambre que tenemos desde siempre.