Cada mañana veo ladrillos y el cemento que conforman un cubículo –habitaciones de cuatro por cuatro— cuya única salida de aire es una ventana de unos 80 centímetros de ancho por un metro de alto; y, entre esos cubos que llegan hasta el horizonte –que no me dejan ver el verdadero—, soy testigo de un pájaro enjaulado. Al salir, a pocos metros de este conjunto de cubículos residenciales de escasos árboles, lo primero que veo es una construcción que se extiende a lo largo y ancho: un centro comercial, que al igual que muchos, se percibe imponente y atrae a cualesquier cristiano distraído, seguro por sus luces, ojos de buey, vidrios, espejos y otras mañas.
Por supuesto, no se compara con la belleza que alberga un edificio como la Capilla Sixtina o con la grandeza de El Coliseo en la Roma de su época. Los centros comerciales, esos edificios que se esparcen y proliferan en las ciudades como los templos de la religión masiva de nuestra época, el capitalismo –como ya lo dijeron K. Marx, F. Nietzsche y W. Benjamin—, son desabridos, monótonos, insuficientes en su belleza, y, en todo caso, carentes de majestuosidad; por más grandes que sean.
Lo monumental, la arquitectura y el poder. Llama mi atención la relación entre esos tres elementos y cómo quienes ostentan el poder, por pretender lo memorable, se sirven de los artistas para construir monumentos que no solo trascienden en la historia, sino que son una manifestación más del poder y del terror. Especialmente, la arquitectura ha sido empleada por los grandes dirigentes políticos como otra de sus armas encaminadas a impresionar, seducir, persuadir, o, intimidar. Por ejemplo, Saddam Hussein, como muchos dirigentes autoritarios, fue un gran mecenas de la arquitectura, capaz de concebir y presentar la mezquita “Madre de Todas las Batallas” como el símbolo de la victoria de Irak en la Guerra del Golfo Pérsico.
Sin duda la arquitectura monumental, esas edificaciones civiles y religiosas que han dejado una huella que trasciende el concreto para convertirse en símbolos, son obras de arte que alimentan nuestro placer estético y nos llenan de esa vaga melancolía que acompaña siempre la belleza perfecta. Cuando contemplo la obra, cuando estoy ante una gran estructura, comprendo la grandeza creadora del hombre; no obstante, percibo lo minúsculos que somos frente a un Universo infinito que se manifiesta a través nuestro en un sentido de la geometría y la estética divina; a partir de materia que resiste hasta el olvido.
En cambio, lo de hoy no pasa de ser cemento que algún día quedará reducido a escombros. Los cubículos son pasajeros; locales comerciales, viviendas, oficinas, todo puede ser reemplazado por otro cubículo más grande, o más pequeño.
Gobernantes que presumen de solidarios para ganar adeptos, en complicidad con los contratistas, nos alzan muros a punta de corrupción; para lo cual, reducen costos, bajando así la calidad de los materiales; minimizan al tope el factor de seguridad, es decir, ponen en riesgo la vida de los habitantes –del pueblo—; y, por qué no, disminuyen nuestro confort.
¡Mejor dicho! a la par que las élites dominantes nos roban para construir sus palacios, nos meten en un montón de cajas baratas, con el monstruoso objetivo de producir-les. ¡Ni los más pudientes se salvan! sólo recordemos el reciente desplome del edificio Space en el barrio El Poblado de Medellín, que, entre sus escombros, reveló la negligencia; y, en sus muertos, la corrupción y avaricia. Empero, tenemos más que sabido, el hedor de la corrupción en Colombia no solo se respira en el sector de la infraestructura; el transporte, la energía, el sector social, todos, transpiran crimen. ¿Lo siente?
Criminales de cuello blanco, juegan con el corazón de una madre que alberga el sueño de abrigar a sus hijos bajo un techo propio, seguro y digno; poderosos y sus instituciones, edifican la magnificencia para perseguir un fin: dominar y perdurar. Y están los artistas: creadores y representantes de lo sublime.
Cada tanto un pueblo pare un artista capaz de representar destellos de la divinidad. El único límite que tiene el artista para la creación es él mismo; pues, recordemos, el poder es mecenas de las grandes obras; cuando valen la pena de ser monumental, la sociedad misma erige su cuerpo. En la Colombia, en Antioquia, tenemos el propio, uno prolífico, un escultor en serie, de lo público: Rodrigo Arenas Betancourt, cuyos bronces, gigantes, melodramáticos y espectaculares, brillan en ciudades a lo largo y ancho de la geografía colombiana contando la epopeya.
Por cierto, ¿en qué momento los humanos nos apartamos del espacio natural, y optamos por sobrevivir en medio de un simulacro? Vivimos enjaulados en nuestros cubículos, víctimas de la dominación y maniatados por papeles, convertidos en atracciones de circo, uno construido por nosotros mismos.
Imagino que somos corrientes de personas rodeando cíclicamente cuadrados y cuadras, algunas grandes y otras más pequeñas, aunque bóvedas igualmente. Despertamos en nuestro preciado cubículo, que a su vez contiene cubículos aún más pequeños, salimos y nos transportamos en rectángulos rodantes hasta llegar al cubículo donde trabajamos para poder pagar nuestra vida en medio de cuadros de cemento. Hasta que, finalmente, yacemos en una tumba ya cuadrada.